miércoles, 3 de junio de 2009

Personajes y situaciones del exilio

En dos meses y pico, solamente había salido una vez de La Santé y no por voluntad propia. Por algún motivo la esposa de Jacques Mesrine había pedido que me interrogaran sobre la muerte de su marido, así que los mismos policías que habían irrumpido en la habitación de mi hotel en Montmartre, me alejaron durante unas horas de la aburrida rutina carcelaria. El mismo policía con aspecto de Lord inglés me explicó la situación: “¿Ha oído hablar de Jacques Mesrine?”. “Un bandido”, le respondí. “Si, ejem, un bandido… la esposa de Mesrine dice que usted puede tener algo que ver con su muerte; ha presentado denuncia y tenemos la obligación de pedirle que nos diga lo que sabe sobre el asunto”. Mesrine era algo más que un bandido antes de ser encarnado por Vincent Cassel en la película biográfico “Enemigo público nº 1”. Traficante, hampón, atracador y asesino, por algún motivo estaba reputado de ser un “hombre de izquierdas” y de encarnar a una especie de Robin Hood que robaba a los malos para entregarlo a los pobres. Era falso. Mesrine era sólo un bandido y nada más que un bandido cuyo único aliciente era que se disfrazaba. Con el paso del tiempo los “disfraces” de Mesrine presentados en otro tiempo como caracterizaciones de Fantomas, no pasaban de ser lo usted y yo hacemos si nos ponemos unas cojas, unas gafas y un bigote de Harpo Marx. Mesrine gozaba de gran popularidad en la extrema-izquierda antifascista francesa, acaso porque fumaba tantos porros como ellos. La viuda, al parecer, al haber leído lo que publicaba la prensa francesa sobre mi vinculación a la “internacional negra” y, especialmente, la implicación que se me atribuía en el atentado de la rue Copernic, creyó que yo podría tener algo que ver con su muerte… El problema era que Mesrine había sido muerto por la policía en circunstancias no muy bien aclaradas. No se sabe cómo, la policía había localizado el vehículo del bandido y, tras bloquearlo, resultó muerto en el tiroteo. Para colmo, un policía le dio el tiro de gracia. Y existía el misterio de cómo la policía había encontrado el paradero de Mesrine. Dado que la prensa francesa aireaba mi vinculación a Aginter-Press (que ya no existía en esa época) y a las tenebrosas redes de la “internacional negra”, la viuda dedujo que era yo –mire usted por dónde- quien me había infiltrado en el grupo de Mesrine.

La policía abordó el interrogatorio con cierto escepticismo: “¿Qué hacía usted en la mañana del 2 de noviembre de 1979?”. De eso hacía ya tres años, pero lo recordaba: “estaba trabajando en la universidad”… es lo que suele hacer un funcionario en su jornada laboral. Yo era funcionario en aquella época, así que debía estar trabajando. Años después supe que lo comprobaron. Todo se redujo a una diligencia y poco más. Ni entonces me interesaba Mesrine, ni ahora despierta en mí ni siquiera curiosidad. Con decir que tengo la película de Vincent Cassel desde hace un mes bajada de E-mule y sigo sin tener el más mínimo interés en verla, está todo dicho.

Tras Mesrine, Germancito

Pero en aquella visita a la Prefectura de Policía, todos estábamos mucho más calmados que un mes y medio antes, cuando la policía francesa estaba presionada por una campaña mediática que les acusaba de haber eludido investigar la “pista española” y yo seguía trazando rallitas en la pared de la celda y era consciente de que permanecería en La Santé solo algo más de tres semanas. El comisario aprovechó para darme algunos datos que podían interesarme. Me tendió una foto sin decir nada, seguramente para escrutar en mi reacción. El tipo de la foto era greñudo, una especie de heavy-metal avant la lettre; bastante grueso, sino rollizo, con barba absolutamente desordenada y aspecto grasiento y sudoroso. “¿Lo conoce?”. En aquella época consideraba prudente no aportar ningún dato a la policía, más de los que pudieran contribuir a mi descargo. Pero en esta ocasión evidencié cierta perplejidad: no lograba reconocer al individuo en cuestión, pero tampoco me era completamente desconocido. Había algo en el fondo de sus facciones que me remitía a alguien familiar. Devolví la foto al policía sin poder evitar una expresión de extrañeza: “¿No lo conoce? Él si dice que lo conoce a usted…”. Y yo con la mejor de mis expresiones de no saber de qué iba el asunto. “Es Germán Sanchís”. Hostia, pues claro que era Germancito.

Germán debió entrar en el PENS valenciano cuando la organización ya se había disuelto en Barcelona. Había sido instructor de un grupo de la policía valenciana, se las daba de profesor de kárate y cinturón no-se-cuántos-Dan y era difícil saber cuando hablaba en serio o cuando la mitomanía hablaba por él. Durante un tiempo, el grupo del PENS de Valencia lo habían dirigido entre Tormo y él, alternando disputas, peleas, celos y rivalidades. Nada, precisamente, que tuviera algo edificante. Finalmente, Germán, entrevió que Fuerza Nueva de Valencia tenía un futuro más prometedor, así que se ofreció al “señor Ortuño”, brazo derecho de Blas Piñar para casi todo, piadoso varón y hombre honesto a carta cabal como se decía en román paladino hace unas décadas. Era Ortuño quien había tramitado la venta del local faraónico en el que el partido de Blas Piñar había instalado su cuartel general. Se decía que era miembro del Opus –muy probable a tenor de que su catolicismo era piadoso a machamartillo- y que era ex combatiente de la División Azul –a pesar de que me era muy difícil imaginármelo en la estepa rusa con un chopo- pero de lo que no cabía la menor duda era que ejercía como tesorero de Fuerza Nueva, seguramente la persona más escrupulosa que podía desarrollar esa tarea.

Prueba del talante de Ortuño era que, en 1978 sondeó al padre de un amigo para que encabezara la lista de Fuerza Nueva a las elecciones municipales. El solicitado preguntó cuál sería, según él, la misión de los concejales del partido que resultaran electos. Ortuño, sin pestañear contestó: “cristianizar las tareas municipales”. Allí se perdió un candidato, pero Ortuño –que en paz descanse- se alzó un peldaño más en su irreprimible marcha hacia el sueño de los justos.
Hacía muchos años que no pensaba en Ortuño (mantuve contactos con Blas después de ser expulsado del partido por haberme casado por lo civil en julio de 1977, y hacía pocos días, en la cárcel parisina de La Santé había recibido una carta de Blas) y, mira por dónde, aquel policía me iba a refrescar la memoria. Me puso en entecedentes: “El señor Sanchís fue detenido hace unos meses en Strasbourgo. Se le ocupó una importante cantidad de joyas robadas. Fue juzgado y condenado por receptación y sigue en la cárcel. Mire su declaración…”. Y me abrió el cuaderno de declaraciones de Germán en la parte más suculenta que me afectaba. Venía a decir que él era activista de extrema-derecha y que las joyas robadas eran para financiar a un movimiento de esa tendencia en España. Se ve que le preguntaron nombres y datos y, dado que yo aparecía en las crónicas francesas como buscado en aquel país, debió intentar validar su filiación como preso político, metiéndome a mí por medio. Decía que el atentado de rue Copernic había sido cometido por la ultra-derecha española con dinero… entregado por Don Ángel Ortuño.

No había policía alguna en el mundo capaz de tomarse en serio aquella sarta inconexa de estupideces. Si Germán había querido ingresar en el sistema carcelario francés con la aureola de “preso político”, no había elegido la mejor vía. Las declaraciones sobre todo lo que no fuera el banal traslado de joyas robadas era lo único que tenía credibilidad y lo que dio con sus huesos en la cárcel. El resto era una mala historia que llegó a la prensa francesa (si no recuerdo mal fue Liberation quien unas semanas antes había publicado algo sobre el asunto sin excesiva convicción y alertando sobre las dudas de la información) y que ningún diario en España se atrevió a publicar.

Parece ser que las joyas eran el producto de un atraco en España y que el interesado fue a Holanda con la intención de deshacerse del botín –de ahí la acusación de “receptación”- pero el perista que debía comprarlas, ante la importancia del alijo y a la vista de que quería seguir en libertad, hizo lo que todo perista con rodaje en el oficio hace: denunciar la existencia del gran alijo, para poder seguir traficando con pequeños alijos. La policía siguió a Germán y, finalmente, lo detuvo en Strasburgo, donde fue juzgado y condenado fulminantemente.

No volvería a saber absolutamente nada de Germán hasta al cabo de 23 años cuando una revista especializada en artes marciales hacía una entrevista a un tal “coronel Sanchís”, ilustrándola con varias fotos que denotaban que el aspirante a “preso político” de 1981 había pasado a ostentar el grado de coronel sin haber pasado antes ni por capitancete, ni por sargento, ni por cabo, ni haber hecho la mili.

La mañana había sido entretenida: Mesrine, Germán, una charla animada sobre lo mal que estaba Francia, sobre la inmigración y un nuevo paseo desde la Prefectura hasta La Santé que me sirvió para recordar que París no es una ciudad más, sino “la ciudad” europea por excelencia: acaso por el contraste entre lo sombrío y gris de La Santé, los Campos Elíseos se me aparecían como singularmente luminosos.

De nuevo en España

Hacia mediados de septiembre, me volvía a mover por París en libertad. Cecilia estaba en Freury a punto de ser juzgada. O se le concedía la extradición a Italia o la ponían en libertad. Así que decidí quedarme hasta saber el resultado. No pudo ser peor: el tribunal retrasó la sentencia. Así que decidí volver a España. Problema: no tenía documentación. Lo que sí tenía era mucha urgencia. Mi mujer estaba a punto de parir y quería estar cerca de ella. Los funcionarios del consulado español me parecieron unos completos ineptos: “¿Pasaporte? Bien, eso tardará unas semanas, usted tiene que demostrar su personalidad mediante sus huellas”. El proceso tardaría entre dos y tres semanas y, para colmo, me darían un pasaporte con el que llegar hasta La Junquera. Lo que equivalía a decir que, una vez en el puesto de frontera español sería detenido. Dejé con la palabra en la boca al funcionario consular y me fui escaleras abajo. Mientras que desgranaba toda la estupidez burocrática que debía seguir para… ser detenido en la frontera, había decidido cruzarla a pie.

Unos cuantos camaradas me ayudaron a atravesar la frontera. Inicialmente tomé el tren hasta Perpignan. El tren estaba cargado de españoles que regresaban de la vendimia. Cantaban sus canciones con cierto fastidio de los pasajeros autóctonos. En Perpginan había pedido un coche para que me fuera a buscar a la parte española de la frontera, un plano del Pirineo y equipo para cruzar la montaña. Y, sobre todo, una brújula. Allí estaban tres ex militantes del FNJ (Manolo Frías y su esposa Elisa y Pepe Llacuna). Me alegró verlos. Debían ser las 19:00 horas.
Mi idea era ver el plano del Pirineo y decidir in situ la zona mejor para atravesarlo. Lamentablemente, en lugar de un plano de montaña me habían traído una Guía Michelín de caterretas. Con todo, se veía una carretera que se desviaba a la derecha antes de llegar a Perpignan y terminaba en un lugar que parecía próximo a la frontera. ¿Qué podía haber de distancia entre esa carretera y la frontera. Apenas 10 kilómetros como máximo. Así que bastaba con caminar hacia el sur, cruzar la frontera y esperar en alguna carretera al coche que, dando vueltas, antes o después lograría cruzarse conmigo. Era insensato y sin posibilidades de salir bien. Algo así como buscar una aguja en un pajar.

Me dejaron en un pueblo y me vestí con el traje de montaña: anorak, rochetores y mochila con el equipo mínimo de supervivencia, agua y frutos secos. Los camaradas me dejaron en un pueblo pequeño, debía ser una pedanía. Los Pirineos se alzan delante, increíblemente majestuosos y enormes, mucho más si uno tiene la intención de cruzarlos por vaya usted a saber dónde. El sol se acababa de poner y empecé mi tura hacia el sur, mientras los tres camaradas volvían a cruzar la frontera y se situaban por la zona en la que yo debía de cruzar.

Estuve andando algo así como cinco horas, guiado por la brújula. A razón de 4 kilómetros por hora, debía de haber recorrido 20 cuando vi una carretera de tierra que llevaba a un pueblecito… a la misma pedanía donde cinco horas antes me había apeado del coche. La brújula, la maldita y jodida brújula iba con el culo. Estropeada, tenía una leve desviación de unos grados, los suficientes como para que quien se guiada por ella realizara un círculo perfecto. Para colmo la pila de la linterna hacía rato que se había acabado, afortunadamente la luna estaba en su mejor momento. En esas cinco horas me había perdido en medio de un rebaño de vacas, me había caído por una pendiente hasta que el lecho de un arroyo consiguió detenerme dejándome, como contrapartida, empapado. Y luego, para colmo, había subido montañas, bajado montañas, se me habían enredado en mis piernas todos los espinos del Pirineo, las zarzas me habían dejado las pantorrillas asaeteadas. Y buena parte de las almendras eran amargas. Así las cosas, era imposible orientarse. Decidí encontrar un lugar cómodo para hacer el vivac y esperar a verlo todo más claro en cuanto saliera el sol.

En la verde ladera de una montaña me acomodé. Ni fuego, ni tienda de campaña, solo saco y mochila. Estaba lo suficientemente cansado como para dormirme enseguida. Lo que ocurrió después fue otra auténtica experiencia mística. Me desperté con la salida del sol, el lugar estaba completamente bañado por la niebla –o quizás fueran nubes bajas- y al fondo se oía el rumor de un arrollo que sin duda unas horas antes no había podido percibir a causa del cansancio. El viento era suave, lo justo para generar un rumor en el bosque cercado pero no lo suficiente como para ahogar los cantos de los pájaros. En la cárcel me había habituado a hacer ejercicios de yoga y aquella primera sesión matinal me indicó que, efectivamente, las prácticas de meditación, antes o después, terminan abriendo puertas de nuestro interior que no sospechábamos que existían. Para los que no creemos en dios ni en el diablo, este tipo de experiencias tienen otras connotaciones que para los devotos de tal o cual religión. Son, simplemente, una forma de abrir lo que Huxley llamó “las puertas de la percepción”. Yo había llegado al atrio del templo de la percepción en aquel lugar olvidado del Pirineo.

Me levanté renovado y emprendí el camino. Un pastor, todavía en el lado francés, me indicó hacia dónde estaba la frontera. La encontré en apenas una hora de marcha. Luego fue fácil: vi la alambrada, la cruce y seguí el primer camino forestal que encontré: antes o después pasaría el coche con los camaradas. Dos horas después, coincidimos. La aguja había sido localizada en el pajar. Tomamos una cerveza en un discreto bar de carretera. A la hora de pagar me di cuenta de que las cosas habían cambiado en España: los precios habían subido y de qué manera.

Dos días después mi mujer dio a luz a nuestro segundo hijo. Pude estar cerca de ella en este momento. Servidor, que no cree ni en la reencarnación, ni en el castigo a los malvados, ni en el premio a los justos, ni en el karma, ni en nada que se le parezca, tuvo una extraña sensación al ver al bebé recién nacido: era como algo de mi padre estuviera de nuevo presente en él.

Unos meses después volvería a Latinoamérica, esta vez con pasaporte boliviano.

Algo no va bien: el crimen Pagliai

En aquel país me hice con otro pasaporte con el que regresé a unos meses después a España tras una indecible peripecia que me llevó de Bolivia, a Colombia, pasando por Yunguyo, Arequipa y Lima, en Perú. Habíamos salido cuatro personas de Bolivia y cruzado el Titicaca en lancha cuando supimos, a través de una fuente de la embajada norteamericana, que nos buscaban. Pocos días antes había tenido lugar un tiroteo en Santa Cruz de la Sierra en el que había sido fríamente asesinado un exiliado italiano, Pier Luigi Pagliai, por un grupo de carabinieri italianos llegados ex profeso a Santa Cruz. El crimen se perpetró justo en el día y en la hora en el que se estaba produciendo el cambio de gobierno.

Della Chiaie se había ido de La Paz unas semanas antes y media docena de franceses, italianos y yo, seguíamos viviendo en un bonito chalet de Calacoto. Todavía hacía yoga, si bien en aquel momento estaba en fase de mutación. Las virguerías circenses propias del hatha yoga terminaron por aburrirme. No tenía muy claro si esa “vía espiritual” llevaba a algo, o simplemente al contorsionismo. Había logrado mover algún músculo del estómago de esos que uno no advierte siquiera que los tiene y siempre lograba extraer alguna expresión de admiración y/o sorpresa cuando se lo mostraba a alguna chica. Pero, claro, lo que yo buscaba era una “vía espiritual” apta para agnósticos y me estaba perdiendo en algo parecido al faquirismo de cabaret. En esa época empezaba a considerar que las prácticas espirituales que en Europa se habían perdido casi completamente (a excepción del hesicasmo), todavía estaban vivas en Oriente. Bien, esto no era ninguna novedad. La novedad para mí estribaba en percibir que el budismo era la forma más accesible de práctica para nosotros occidentales. Había dos vías que me interesaban: el budismo tibetano y el zen. Pero para acceder a ellas era necesario resolver mis problemas judiciales (que, en realidad, se reducían a una simple manifestación ilícita) y eso solamente podía ocurrir cuando terminase esa dinámica de activista que me llevaba de un sitio para otro.

Todo esto de la práctica espiritual viene a cuento porque seguía haciendo yoga y notaba como la intuición se me iba agudizando progresivamente. Desde finales de julio de 1981, notaba que había algo que no funcionaba. Era una sensación extraña, de riesgo. En aquel momento vivíamos en el piso 18 del Edificio Fernando el Católico de la paceña plaza de Isabel la Católica. Todo muy español, como se ve. El domicilio estaba vigilado, pero no sabíamos por quién. No era normal que el gobierno del general Vildoso nos pusiera bajo vigilancia, pero era indudable que “alguien” realizaba un servicio de control periódico sobre nuestra pequeña comunidad militante. Así pues decidimos cambiar de domicilio y fue así como llegamos al chalet en el barrio de Calacoto. Pero la situación no mejoró. Delle Chiaie decidió partir para Caracas. En la última noche celebramos una reunión en medio de las perspectivas políticas más sombrías. Delle Chiaie defendía que hubiéramos tomado partido en Bolivia y que hubiéramos trabajado con los sectores que creíamos más sanos de las Fuerzas Armadas. Hicimos un catálogo de amistades y contactos en el país y, aparentemente, ni había narcotraficantes, ni chorizos, ni estafadores, ni gente de mal vivir. Habíamos sido queridos y apreciados en el país. Della Chiaie incluso se había identificado con el país. Yo no era de la misma opinión: buena parte de las amistades que teníamos lo eran porque percibían detrás nuestro buenos contactos y posibilidades de promoción. Otros eran aventureros. Claro está que había buenos camaradas, pero yo personalmente no estaba muy seguro de su capacidad política, ni de cómo actuarían en los próximos meses en los que el gobierno Vildoso había anunciado que cedería el poder al congreso de los diputados elegido en junio de 1980 (estábamos en septiembre de 1982). En mi opinión nos habíamos equivocado significándonos excesivamente en Bolivia a favor de determinada opción política. Hubiera valido más tomar el país como base de retaguardia y dedicarnos solamente a hacer fructificar los distintos negocios que teníamos en pié (un par de minas de oro en Mapiri y Chungamayo, una gigantesca plantación de árboles gomales en el Chaparé, un par de minas de cobre que no habíamos empezado a explotar y una explotación forestal de 2000 hectáreas dentro de las cuales existía incluso un criadero de caimanes). Teníamos unos cuantos proyectos económicos a considerar pero, en el momento en que se produjera el cambio de gobierno, era evidente que bastante tendríamos con salir cortando. Lo que no calculábamos es que iba a ser tan pronto.

En el mismo momento en el que se estaba produciendo el cambio de poderes de la junta militar al congreso elegido en junio de 1980, me llamaron de la Sección VII del Estado Mayor en el que estaba contratado como asesor de Operaciones Psicológicas. Me informaron del tiroteo de Santa Cruz y de la muerte de Pagliai, así como de las circunstancias en las que se había producido: eran policías italianos operando en territorio boliviano con la cobertura de la embajada americana, esto es, de la CIA. No solamente buscaban a Pagliai sino a Delle Chiaie. Ambos aparecían en la época como implicados en la masacre de Bolonia junto a Carmelo Palladino, Adriano Tilgher y un francés, Olivier Danet. Palladino había sido asesinado en la cárcel en Italia por un loco homicida con el cerebro intoxicado por sus carceleros (de cuyo nombre prefiero ni acordarme). Pagliai acababa de ser asesinado (en realidad fue herido de gravedad con varios tiros en la nuca disparados a quemarropa, trasladado en avión a Italia, moriría diez días después). En esa “saca”, los organizadores (el Estado Italiano) estaba previsto también asesinar a Delle Chiaie (de ahí la vigilancia que habíamos experimentado semanas antes). La idea de los “maestros de la orquesta” era que los acusados de haber perpetrado la masacre de Bolonia murieran todos… por lo tanto jamás habría juicio. “Muerto el perro se acabó la rabia” o, dicho a la manera taleguera: “el muerto siempre se come el marrón”. Fracasada la operación por la salida de Della Chiaie del París, nuevas pruebas archivaron estas acusaciones que fueron olvidadas primero y sepultadas después, emergiendo solamente años después en la Comisión de Encuesta sobre las Masacres en el parlamento italiano.

La operación de los carabinieri italianos en Bolivia tuvo bastantes percances. El tiroteo que costó la vida a Pagliai tuvo lugar en la plaza situada frente a la catedral de Santa Cruz justo en el momento en que salían los fieles de asistir a un oficio. Entre ellos se encontraba Mabel Azcuy, corresponsal del diario madrileño El País que presenció lo gratuito del tiroteo y jamás albergó ninguna duda de que los policías italianos iban a matar. Para colmo, cuando el avión con los 40 carabinieri intentó despegar del aeropuerto de Santa Cruz, una vieja deuda contraído por Alitalia con el ente que administraba los aeropuertos en aquel país, bastó para que las autoridades le impidieran la salida. Menos de una hora después el cónsul americano apareció con los 15.000 dólares en efectivo que saldaban la deuda… En el interín de la espera, los medios de comunicación cruceños habían sido alertados y un fotógrafo del diario El Mundo de Santa Cruz fotografió a todos los policías, incluido al que había efectuado el disparo contra Pagliai. La decena de fotos ilustraron una página entera del diario al día siguiente. Yo me llevé una copia de ese diario a España. Lo que ocurrió con ese diario y con esas fotos es propio de El Gran Hermanos de George Orwell.

En enero de 1983, cuando llevaba unos meses entre España y Francia, viviendo en clandestinidad, me entrevisté en una pizzería de la barcelonesa calle Pelayo con Fermín Bocos que entonces, sino recuerdo mal, era redactor jefe de Interviu. Me lo presentó Viladot y acordamos la publicación de una entrevista hecha a Delle Chiaie. Me pidió algunas fotos para ilustrarla y pocos días después le pasé la hoja del diario El Mundo de Santa Cruz con las fotos de todos los carabinieri que habían participado en la operación. La entrevista se publicó firmada por León Klein, pero las fotos de los carabinieri no se publicaron. Y no solamente eso: sino que jamás volvieron a verse. Según Bocos se perdieron en la confusión de una redacción. Es posible. Pero es mucho menos posible que ni en Bolivia, ni en lugar alguno, haya quedado algún ejemplar de esas fotos, de las que ni siquiera el autor tiene los negativos. Los ejemplares de la Biblioteca Nacional, y de cualquier otra biblioteca en Bolivia han desaparecido. Los ejemplares de ese número que deberían haber permanecido en la redacción del diario, no existían.

La constatación de todo esto la realizó un periodista español que entonces ejercía en los servicios informativos de TV3 y posteriormente pasó a El País. Se trató de una desaparición sistemática de pruebas que no podía haber sido realizada accidentalmente, sino deliberada y metódicamente.

El mismo día en que se producía la muerte de Danet, Alberto C. (un militante italiano) y nos sentimos seguidos en La Paz por gente que lucía americanas de corte italiano. Logramos despistarlos. En ese momento pensábamos quedarnos en el país hasta no recibir órdenes concretas. Dos días después –días excepcionalmente tensos– una fuente de información procedente de la Embajada americana nos alertaba que “iban a por nosotros”. En pocas horas organizamos la fuga. Primero alcanzamos el pueblo fronterizo de Copacabana (con el mismo nombre que la ciudad mexicana, era, sin embargo, un pequeño y típico pueblo con un santuario famoso en todo el país dedico a la Virgen de Copacabana). Fuimos a visitar al “sheriff”, uno de esos tipos que parecen extraídos de una película de vaqueros: dos pistolas al cinto, mostacho, sombrero con la estrella metálica de cinco puntas y aspecto temible. Era el tío de un boliviano que nos acompañaba y, desde luego, la persona más indicada para saber si la frontera estaba particularmente vigilada.

Este boliviano carecía por completo de convicciones políticas, era un chaval deseo de inmigrar a los EEUU, en concreto a Miami, en donde la había prometido trabajo otra de las personas que nos acompañaban, un ciudadano norteamericano de origen dominicano. Optamos por cruzar el Titicaca en lancha hasta la parte peruana y una vez allí alquilar un coche hasta Yunguyo, luego a Arequipa y, finalmente, llegar en avión a Lima en donde teníamos un buen contacto, miembro de la familia del presidente peruano Fernando Belaunde Terry, que nos estaba esperando.

Tuvimos que ir de Yunguyo a Puno y de ahí a Arequipa, más grande y mejor comunicado. De Puno a Arequipa hubo que ir en un trenecito cargado de indios que atravesaba los Andes y que seguramente fue el que inspiró al genial Hérgé en su aventura “Tintín y el templo del Sol”. Aunque en aquella época la RENFE no fuera el mejor de los ejemplos de una empresa de transportes ferroviarios, debo reconocer que era un ejemplo para aquella línea férrea sobre la que el tren traqueteaba fatigosamente cuando iba ascendiendo por una montaña y parecía descarrilar cuando tras llegar la cumbre emprendí la bajada. Había indios dentro del vagón, en los portaequipajes, en el techo y colgados de los lugares más peligrosos e inverosímiles. El tren avanzaba con tal parsimonia que los apenas 80 kilómetros los hicimos en casi ocho horas. A pie hubiéramos tardado sólo un poco más.

Entre la suciedad y el polvo de las carreteras bolivianas, entre la suciedad del tren (yo, harto del viaje terminé acomodándome debajo de los bancos y durmiendo allí), el no ducharnos durante un par de días, llegamos al Hotel Presidente de Lima en estado ciertamente lamentable. Nos cobraron por anticipado. Para llegar al hotel habíamos tenido que cruzar un cinturón de chabolas de quizás más de 10 kilómetros, bruscamente en lo que va de una calle a otra, llegamos al centro de Lima: y el panorama cambió. Las chabolas se transformaron en los hoteles más lujosos que había visto, desde luego mucho más lujosos que los cinco estrellas de la época. Era un país curioso.

Mientras estaba trabajaba en el Estado Mayor del Ejército Boliviano, un informador miembro de la secta Moon, nos había pasado fotos tomadas vía satélite (y seguramente cuyo origen era la CIA) tomadas sobre las zonas que empezaba a controlar Sedero Luminoso. Yo mismo hice el primer artículo que se publicó en aquel país sobre la naciente guerrilla maoísta y a efectos dramatización de la situación inventé la noticia de que los senderistas hacían pasar convoyes de armas procedentes de Brasil a través de Bolivia en un pueblo frontero entre las tres naciones llamado Bolpebra (nombre formado por las primeras sílabas de los tres países). En lugar de publicar la “noticia” directamente en algún medio boliviano, le di más credibilidad enviándola a la única agencia de prensa que existía en los EEUU transmitiendo partes en lengua española, el SAN-News (Servicio Americano de Noticias). El SAN-News la rebotó hacia todos los medios de prensa iberoamericanos, siendo reproducida, por supuesto, en Bolivia. No me enorgullece particularmente esa intoxicación informativa, pero sí me plantea la cuestión de ¿cuántas de estas intoxicaciones se producen al día, deliberadamente y con alguna intención que se escapa al lector? O dicho de otra manera ¿podemos fiarnos de las noticias que proceden de agencias? O más taxativamente: ¿llega hasta nosotros información veraz? Si yo había sido capaz de improvisar una operación psicológica de intoxicación informativa utilizando medios pedestres, ¿qué no serán capaces de hacer aquellos que han hecho de la intoxicación su medio de vida? He leído libros de historia en los que todavía se da como cierto este tránsito de armas y municiones a través de Bolpebra y puedo asegurar que allí, por no suceder, nunca ha sucedido nada.

Al bajar del avión en Lima nos dimos cuenta horrorizados de que el parque de taxis que teníamos ante nosotros era ciertamente deprimente. Al que no le faltaban las puertas, le faltaba el parabrisas y el que no era el motor cubierto solamente con una chapa oxidada y arrugada. Todos los taxis eran puro desecho. Coches de origen norteamericano, enormes, pesados, que más que consumir gasolina la absorbían y que tenían una media de veinte años. Elegimos aquel al que le faltaban menos piezas. Conducido por un loco homicida del volante –“Soy Charly, el rey de los piratas”, presentación que hizo de sí mismo y que no animaba a tomárselo muy en serio, solamente al salir comprobamos que, aun aparentemente estando entero el vehículo, tan solo tenía un problema de frenos que nos puso en peligro en varias ocasiones.
Era bastante patético ver como cuando el coche aminoraba la velocidad, los niños y no tan niños que se encontraban en las inmediaciones se ponían alerta para ver de qué manera podían robar algo del coche. “Charly, el rey de los piratas” nos lo había advertido: “No pierdan de vista las maletas”. Y el cinturón de miseria no se acababa y seguía y seguía hasta más allá de lo angustioso.

Compartí habitación con el americano-dominicano. Entonces empezaron los problemas de convivencia: “Oye, chico, yo tengo que chingar, si no chingo una vez al día me pongo malo”. Su peculiar acento caribeño le eximía de cualquier otra explicación adicional. Pero, hombre, y no te puedes hacer un pajote y relajarte: “¡Qué dices chico! ¿un pajote yo?, eso es para los comemierda, para los remamagüevos y coñosdemadre…”. No había nada que hacer. Se quería pegar un polvo. Eludamos el nombre del interesado que todavía aparece con cierta frecuencia en la prensa, especialmente latina y cuya vida daría para unas ultramemorias diez veces mayores que estas. “Tengo el teléfono de una periodista limeña, voy a ver sí…”, le oí decir cuando yo estaba ya sumergido en un baño relajante.

Fuimos a ver a la periodista en cuestión. Era peruana de raza blanca quizás con una décima de antepasados indígenas. Una mujer de estilo y que, sin duda, pertenecía a la alta sociedad criolla de la capital. Resulta que poco antes había conocido a uno de los Ansón en el curso de un encuentro de periodistas. Alberto C., el italiano que nos acompañaba y yo nos retiramos y ellos se quedaron como dos tortolitos. Estaba claro que no se trataba de “en tu casa o en la mía”, sino en la casa de ella y allí que se fueron. Hora y media después, nuestro hombre ya estaba de retorno, eso sí, mucho más relajadito. Yo estaba dormido como un leño cuando oí la puerta que se abría, la ducha, cierto canturreo y al compañero de habitación que se acostaba. Había dejado la luz encendida. “¿Quieres haces el favor de cerrar la luz, coño?”. “No jodas chico, no puedo…”. “Pero, como coño que no puedes dormir con la puta luz apagada”… nuestro hombre había pertenecido durante un período de su vida a la CIA y allí le habían enseñado que había que dejar una luz encendida mientras se dormía para evitar dar la sensación que se estaba inerme y con la guardia baja. Me pareció algo completamente estúpido que parecía más sacado de las películas de James Bond que de la CIA. Pero, a decir verdad, la CIA había fallado a la hora de localizarnos en Bolivia. Estaban utilizando información obtenida dos meses atrás y por eso fracasó el intento de captura de Della Chiaie e incluso la suposición de que el pobre Pier Luigi Pagliai pertenecía a nuestro pequeño círculo. Si la CIA era capaz de tener esos errores de bulto, me creía que en los cursos para sus agentes de campo les dieran instrucciones estúpidas como esa de dejar la luz encendida.

Quizás por el cansancio excesivo me costó dormir y fui el primero en despertar. Desayuné y en el hall del hotel leí la prensa: en primera página y a grandes titulares el diario limeño La República publicaba la detención del familiar del presidente Belaunde que teníamos que ver esa mañana. Y por chorizo. Definitivamente, la política andina era cosa de locos. Aquella misma tarde compramos el billete para Bogotá con la intención de alcanzar Caracas unos días después. Lamentablemente yo iba con pasaporte boliviano y no había previsto la necesidad de un visado para entrar en Venezuela. Así que el boliviano que nos acompañaba y yo nos quedamos en Caracas, esperando resolver este asunto: o falsificábamos el visado, o nos trasladábamos a Bucaramanga y de ahí, otros se encargarían de hacernos pasar a Venezuela.

Nos albergamos en un discreto hotel próximo al Tequendama y allí esperamos la llamada con las instrucciones. Esperamos un día, dos, tres… la llamada no se producía. Vi mucha televisión aquellos días en el hotel. Nunca antes había visto nada parecido a un culebrón latinoamericano. Tuve la ocasión de ver el inicio de uno de ellos. El primer día, la chica de servicio es violada por un señoritingo y queda embarazada. Por supuesto la echaban de su trabajo a cajas destempladas. En el segundo capítulo la chica volvía a su pueblo y daba a luz ante la indiferencia y la hostilidad de sus vecinos que la tachaban de puta degenerada y viciosa. Fin de la segunda parte. En la tercera, dejaba en su chabola al bebé recién nacido, entraba un cerdo –sí, un cerdo- y se comía –sí, se comía- al bebé… Preferí no ver el cuarto capítulo y recuerdo que sentí una inmensa conmiseración hacía los televisionarios latinoamericanos que tenían que ver culebrones de ese jaez. Dos años después, esos culebrones empezaban a causar furor en España.

De todas formas al cuarto día de estar pendientes del teléfono ocurrió algo anómalo. Mi compañero boliviano, ese del que he dicho que nunca había participado en política y que simplemente nos acompañaba para llegar a Miami, salió a dar una vuelta… y desapareció. Nunca más nadie lo ha vuelto a ver. A última hora de la mañana, cuando ya tenía la sensación muy evidente de que algo volvía a ir mal, cogí un billete en la central de Iberia y regresé a España.

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