miércoles, 3 de junio de 2009

Agonía y frustración (1ª Parte) Un desmadre llamado Juntas Españolas

La disolución de Fuerza Nueva precedió en un trimestre al final de mi clandestinidad y a mi detención. Había empezado ese período de clandestinidad en un momento en el que no faltaba ni militancia; volvía a la vida regularizada cuando los locales y las siglas ultras empezaban a vaciarse. Con otros camaradas que seguían en activo juzgamos que era cuestión de hacer todo lo posible por detener esta sangría y, en la medida de lo posible, recuperar espacio político. Nos decíamos en ese momento que la disolución de Fuerza Nueva no necesariamente debía de ser una catástrofe. El hecho de que un partido que se había adivinado caótico, inadaptado a la España de la transición, generador de tortícolis por su permanente mirada atrás, dirigido por una camarilla de devotos católicos antes que por lúcidos jefes políticos, no era malo que se hubiera disuelto. En realidad, a partir de ese momento, el peligro que habíamos considerado desde el arranque de la transición, a saber que la extrema-derechase se polarizase en torno a Blas Pilar, ya se había conjurado por vía del fracaso. Así pues, era posible operar sin la sombra políticamente paralizante de su nacional-catolicismo.

El problema era que aquellos siete años siete en los que Blas Piñar había sido el representante más acrisolado de la ultraderecha, habían terminado por deformar al ambiente, restarle su posibilidad de insertarse en la normalidad y en las instituciones democráticas y, finalmente, creado una imagen grotesca y desenfocada de lo que era un partido de la derecha nacional. Esa imagen era, sin embargo, la única referencia que tenía la mayor parte de la militancia y de las nuevas promociones que iban llegando. A pesar de la disolución de Fuerza Nueva y de la cáida en picado de la militancia falangista tras el 23-F, lo cierto es que el gusto por los uniformes y las formaciones paramilitares tardaron mucho en extinguirse. El patriotismo fuertemente modulado por el catolicismo ultramontano y el franquismo nostálgico siguieron siendo las únicas referencias “ideológicas” del sector. Separatismo, antiterrorismo y anticomunismo siguieron siendo los ejes políticos de un sector desnortado que no advertía que las cosas definitivamente habían cambiado (y de qué manera) desdiciendo la actualidad de todos estos temas: la constitución no dejaba margen para la separación de tal o cual parte del Estado, existían separatistas pero apenas eran sectores vociferantes sin apenas capacidad política; la próxima integración en Europa, entendida como “unión de Estados Nacionales”, cercenaba aún más posibilidades al separatismo. En la ultraderecha se seguía confundiendo regionalismo, nacionalismo y separatismo. En lo que se refiere al antiterrorismo, la ultra tampoco había advertido que habían concluido los tiempos en los que todo el problema era cómo justificar la puesta en libertad de los últimos etarras presos por delitos de sangre, mientras se ocultaban los crímenes de ETA, salvando la percepción tan voluntarista como errónea de a más democracia, menos terrorismo. Ahora, al frente de interior estaba un antiguo carlista de pocas ideas y muchas visceralidad al que le habían dado la orden de acabar con ETA y estaba contemplando como posibilidad la vía dura de la guerra sucia. En esos momentos, acabar con el terrorismo era la forma de mantener a la derecha calmada y a los poderes fácticos tranquilitos. Y finalmente estaba el anticomunismo propio de la ultraderecha gestado en los años en los que Santiago Carrillo tuvo un papel político muy superior a la dimensión que tuvo el PCE tras las elecciones de junio de 1977. El propio Carrillo estaba dando increíbles muestras de torpeza política –imposible considerarlas involuntarias- desmantelando el PCE y constituyéndose como el principal precipitador del goteo, convertido en riada, de militantes del comunismo a las filas socialistas. En cuanto a la ultraizquierda, los maoístas del PTE y de la ORT, ya se habían eclipsado en el PSOE. A eso se unían los primeros síntomas de que algo no iba bien en la URSS y que Suzanne Labin y otros sovietólogos de pro ya habían advertido que amenazaba de desplome. De seguir así, siguiendo con la obsesión anticomunista, la ultraderecha estaría en poco tiempo dando golpes en el vacío.

Sería completamente injusto atribuir a Blas la responsabilidad de que todo este cuadro se mantuviera tras su paso a segunda fila. Había otro responsable de que este proceso de deformación política se hubiera podido consolidar hasta el punto de ser irreversible durante mucho tiempo. Se trataba de Antonio Izquierdo que desde las columnas de El Alcázar seguía estimulando, como había hecho durante toda la transición, esa forma miope y alicorta de presentar a sus lectores a la extrema-derecha. Y ese era el problema, que caído Blas, Izquierdo tomó el relevo. Y en él había mucha más ambición que en el ya ex jefe de Fuerza Nueva, muchísima menos relevancia y capacidad política y social, una nula capacidad para comunicarse como orador e incluso la discreción de Blas se había convertido en mitomanía en un Izquierdo fundamentalmente liante. Por lo demás había que lamentarse de que aunque en lo personal yo no pudiera compartir el nacional-catolicismo de Blas, al menos él intentaba unir una fe profunda a una práctica política, mientras que en el caso de Izquierda cuestiono completamente que tuviera algo más que una patina ideológica muy superficial, en cualquier caso situada muy por debajo de su afán de supervivencia. Puede intuirse que mi relación con Izquierdo osciló en pocos meses hasta la más absoluta hostilidad. Ese período para mí fue el de Juntas Españolas, partido nacido muerto y que prolongó su vida de zombi durante casi una década.

Recuerdo que la primera charla que dí a unos 60 ó 70 jóvenes, la mayoría supervivientes del Frente de la Juventud y de Fuerza Joven, fue en el antiguo hogar-cuartel de la Guardia de Franco en Barcelona en calle Valencia, reconvertido por un olvido administrativo en sede de un círculo cultural ultra. Se conmemoraba el décimo aniversario de la muerte de Julius Evola y me tocó perorar sobre su vida y su obra. No era yo en la época un orador brillante, ni el tema daba para muchos lucimientos a la vista de que toda la obra de Evola es difícil de explicar especialmente a quienes no han tenido contacto previo con sus escritos. De todas formas, conseguí que nadie del auditorio se durmiera e incluso que a algunos de los presentes les picara el gusanillo de la curiosidad y terminaran interesándose por aquel autor desconocido en España que a algunos nos había dado fuerzas en la adversidad, ideas para vivir y una causa para morir si hubiera sido necesario.

A partir de aquella conferencia volví a frecuentar los ambientes ultras locales y a informarme de cómo estaban las cosas en Madrid. Como ya he dicho, en el congreso de disolución de Fuerza Nueva, Jaime Alonso había intentado salvar al partido y en los meses siguientes empezó a colaborar con el ex presidente del Colegio de Arquitectos de Madrid, Javier Carvajal, de cara a formar lo que debería ser un nuevo partido cuyo primer nombre se me antojó, como mínimo, extraño: “Juntas Españolas de Integración”, siglas J.E.D.I. en un tiempo en el que ya había aparecido la tercera parte de la Guerra de las Galaxias, aquella famosa de “Luck, soy tu padre”. No era desde luego una sigla que sugiriera una excesiva seriedad, perohabía que reconocer buena voluntad y ganas de hacer algo. Así que contacté con ellos, pero antes, dimos pasos para agrupar a la gente joven superviviente del Frente de la Juventud (en Barcelona y otras provincias porque en Madrid no había sobrevivido absolutamente nada). Javier Cutillas, último jefe nacional de Fuerza Joven seguía en activo y parecía que había conseguido detener la sangría y mantener en activo a un grupo de militantes que él cifraba en unos doscientos y que luego resultaron ser bastante menos (pero es que en aquella época todavía no conocía el optimismo antropológico del personaje).

En pocas semanas, agrupando al grupo de Fuerza Joven de Madrid, a los del Frente de la Juventud de Barcelona y recuperando las delegaciones que habían quedado descolgadas de ambas organizaciones un poco por toda España, conseguimos estabilizar a prisa y corriendo un grupo de jóvenes, con varios años de militancia a sus espaldas y al que llamamos “Patria y Libertad”. Publicamos unos cuantos números de la revista del mismo nombre (el primer boletín del ambiente que se realizó a rotativa con 5.000 ejemplares de tirada) y organizamos en Madrid el consiguiente congreso fundacional en el que, como iba siendo tradición, me tocó redactar las ponencias.

El análisis de la situación era: camaradas, ha llegado un tiempo nuevo y hay que estar a la altura. Se ha acabado el tiempo del golpismo y del activismo desenfrenado. Ya no hay posibilidades de articular un movimiento ultra entre vanguardia y partido, la vanguardia debe participar en la construcción del partido e inspirarle para evitar que se caiga en errores del pasado. Tenemos por delante una larga marcha de inserción en las instituciones mediante la lucha democrática, nos guste o no, así que contra antes mejor. Quedaba implícito que apoyábamos y reivindicábamos estar presentes en la formación del nuevo partido al que los mentideros ultras madrileños aludían constantemente y que vinculaban a las figuras de Jaime Alonso y Javier Carvajal. Las ponencias no eran mucho, pero eran algo más de lo que teníamos antes. Dimos un mitin de clausura al que debieron asistir unos 150 militantes, bastante menos de lo prometido por Cutillas.

Me tocó hablar como telonero y en un momento dado aludí a los “socialdemócratas en el poder”. Acto seguido habló José Luis Valero Vermejo, secretario de la Confederación de Combatientes al que Cutillas había invitado como peso pesado que fue del antiguo régimen (no en vano fue presidente de Butano SA, entre otros cargos políticos y empresariales). A Valero le faltó tiempo para explicar al auditorio que, sin duda mi juventud me hacía olvidar que los que yo llamaba socialdemócratas eran en realidad “lobos con piel de cordero” y que, en realidad nada separaba a los que stalinistas que construyeron las chekas de Madrid y estos marxistas disfrazados de pana del PSOE. Esto ocurría a finales de 1983 cuando los socialistas llevaban ya unos meses gobernando y, de momento ya le habían robado la cartera a Ruiz Mateos –y algo más que la cartera- lo que dejaba intuir cual iba a ser la línea dominante del mandarinato felipista. El hecho de que Valero Vermejo siguiera pensando con los mismos esquemas que Blas o Milans esperando ser fusilados en cualquier momento, era de los más intranquilizador y demostraba que marcha hacia un nuevo modelo mental para este sector político iba a ser largo y difícil.

Unos días antes, había participado en el encuentro organizado en Madrid por Carvajal y Alonso. Estaban presentes varias decenas de antiguos cuadros ultras, a decir verdad, en aquel momento ya era fácilmente perceptible que lo esencial de Fuerza Nueva no estaba presente (ellos seguían esperando órdenes del “mando perdido” en sus cuarenta y tantas asociaciones culturales y poco dispuestos a mezclarse con otros sectores), ni tampoco, por supuesto, los falangistas que seguían a su bola. Tampoco me dio la impresión de que los promotores del J.E.D.I. tuvieran las ideas excesivamente claras. Su idea de partida era que en momentos de crisis nacional, como el 2 de mayo, los españoles se organizaban en “juntas” y de ahí el nombre. Yo me preguntaba cómo era posible que en España la ultra, reconvertida o en fase de reconversión, o la tradicional de toda la vida, era completamente incapaz de dar a sus formaciones nombres tirando a normalitos: “Partido tal”, “Frente cual”, “Unión de”, etc, y siempre había que recurrir a nombres extraños sin precedentes en la época en el panorama político español: uno era “falange” como la macedónica, el otro era “fuerza”, poco importaba si era “nueva” o “bruta”, luego salió otro que llamo a su partido con el peregrino nombre de “Estado Nacional Español”, y también hubo una “Nación Joven” y en estos días tardíos, incluso un “Nudo Patriota”… antes morir que ser sencillos. Y créanme si les digo que no estoy muy convencido de que los nombres de “Democracia Nacional” o “España 2000” sean lo más adecuados para un universo político dominado por siglas en las que el carácter de “partido” se resalta en la primera letra de la sigla: PP, PSOE.

Entonces se nos proponía el de “juntas” que, con el tiempo he llegado a la conclusión de que era el mejor de todos. El problema era que los fundadores me dio la sensación de que no habían apurado hasta las heces el contenido de esa sigla y sus posibles implicaciones estratégicas: una junta era una unión de ciudadanos libres para conjurar un riesgo o proponer alguna medida; así aparecieron en 1808. Es lo que hoy llamaríamos una “plataforma cívica”. Así pues, el nombre de Juntas Españolas sugería una atenuación de la tensión ideológica tan habitual en la ultraderecha, para abrirse a la ciudadanía y llamarla a unirse en defensa de sus intereses… que no eran los de la camarilla felipista. Era una estrategia que me pareció válida, pero en las primeras reuniones me dio la sensación de que con los cuadros de los que se disponía iba a ser difícil poderla cristalizar.

Luego vinieron los problemas. Inopinadamente, Antonio Izquierdo liquidó a Carvajal y a Alonso del proyecto, unilateralmente y sin aviso previo desaparecieron de escena. Tardé unas semanas en saber qué diablos había ocurrido. Trabajaba en El Alcázar y en la Confederación de Combatientes un antiguo militante de CEDADE, Jesús Palacios. Era fácil reconocer tras los editoriales firmados por Antonio Izquierdo, artículos de la pluma de Palacios. Y si se me apura, mucho me temo que algunos de los documentos que fueron atribuidos a medios militares en la época, habían sido escritos por Palacios. En su etapa bajo la férula de CEDADE (en la primera mitad de los setenta) Palacios sabía que de Arabia Saudí llegó alguna ayuda económica para publicar un texto de carácter antisionista, así pues, esta era una carta que se podía estudiar a la vista de la quiebra económica de El Alcázar que empezó a manifestarse tras el 23-F y, no digamos tras la disolución de Fuerza Nueva, con la caída en picado de ventas y tirada. Así que Palacios, Guyón Walker, administrador de la Confederación y Antonio Izquierdo, emprendieron el vuelo y ni cortos ni perezosos se plantaron en Arabia Saudí solicitando ayuda para la creación de un “partido antisionista” en España. Puedo imaginar la sorpresa de los jeques ante la propuesta y sus palabras diplomáticas, así como la referencia de los celtíberos visitantes a “nuestra tradicional amistad con los árabes” que siempre había hecho las delicias de la diplomacia franquista. El caso es que Izquierdo volvió entusiasmado y de ahí la patada a Alonso y Carvajal. Si iba a haber dinero, mejor estar él al frente que dar su administración al primer recién llegado.

A Izquierdo le faltó tiempo para publicar en las cuatro páginas centrales de El Alcázar un manifiesto, del que me decían que había sido redactado por el comandante Pardo Zancada y levemente retocado por Izquierdo (pero, dado que me lo dijo el propio Izquierdo, no puede dar fe de que fuera rigurosamente cierto). El manifiesto aportaba poco y era más de lo mismo. Tenía la virtud de poder suscitar entusiasmos de “los de siempre”, pero no iba mucho más allá, ni desde luego era el programa en torno al cual se podían cristalizar “plataformas cívicas” ni “juntas españolas” dignas de tal nombre. Se añadía en el manifiesto un boletín de adhesión. En las semanas siguientes, Izquierdo exultante afirmó que habían firmado el manifiesto, primero 25.000 personas, poco después 50.000, dos semanas más tarde “superaban los 100.000” y, la última referencia que tuve hacia el mes de mayo de 1984, en la propia redacción de El Alcázar, llegaban a los 150.000, pero cuando ocurría esto ya conocía lo suficiente a Izquierdo como para saber que había algo en él de demasiado imaginativo, sino de enfermizo. En realidad, no debieron de haber más de 15.000 adhesiones extrapolando las que me constan que se enviaron desde Barcelona y que llegaron luego para que las pasáramos en el primer ordenador PC que toqué en mi vida en aquella primitiva base de datos dBase II que fallaba más que una escopeta de feria.

Acto seguido, Izquierdo pidió dinero. Y buena parte de los 15.000 adheridos enviaron sus cotizaciones y su número de cuenta corriente. Izquierdo hizo algo más, nombró tesorero de Juntas Españolas a un conocido excombatiente de la División Azul con fama de honesto y buen contable… pero que también, de paso, estaba en la cama afectado de un cáncer irreversible y terminal. Eso era mucho más de lo que años después hizo Manolo Canduela al frente de DN que ni siquiera tuvo el recato de nombrar a un tesorero que jamás podría ejercer como tal, ni siquiera a un amiguete (para esto de las pesetejas no hay amistad que valga), simplemente asumió él directamente las cuentas y a los que pedían tímidamente cómo estaba en asunto de las cuotas se les decía aquello de “entre camaradas tiene que haber confianza” y si insistías mucho, iba y te expulsaba como lo más natural del mundo. Pero es que, Canduela no había vivido la dura escuela de los trapisondistas de postguerra que Izquierdo conocía a la perfección. Los tiempos del tocomocho y del timo del nazareno habían dado como postrero resultado el “timo del camarada”.

Hubo un pre-congreso en Madrid en un hotel y luego una cena en un local crepuscular del Madrid franquista, el Florida Park. Izquierdo nos informó de que todavía no se había realizado ningún mitin a causa de que no existía en Madrid un local lo suficientemente grande para albergarlo; afirmó, siempre con una seriedad pasmosa, que estaba en contacto con el Atletico de Madrid para contar con el estadio. Dio las cuentas: había en caja en torno a 12 millones de pesetas (una fortuna en la época), pero descontando el pago de los anuncios y de los manifiestos de Juntas Españolas (lo que parecía justo), así como el pago a las secretarias contratadas para informatizar los listados (algo injusto porque en Barcelona yo mismo había pasado esos listados), el saldo había disminuido a 9 millones, lo que daba margen suficiente como para empezar a hacer girar el mecanismo. Los 60 asistentes no eran ni los más representativo de la ultra de la época, ni siquiera lo más activo, ni mucho menos los que más capacidad de movilización tenían. Para colmo, en el Florida Park, el humorista Manolito Royo que actuaba aquella noche estuvo a punto de tener cara nueva cuando contó un chiste sobre Tejero. Royo terminó dándose cuenta de que algo no funcionaba. Ocupábamos un ala del local que ante determinados chistes no se reía e incluso ponía cara de úlcera de estómago. Sin embargo, ante otros chistes, respondía como el resto del público. Cuando llegó el chiste de Tejero, Royo entendió de qué iba el asunto y optó por abstenerse de más referencias políticas.

En el hotel, en un alto de las sesiones me acerqué al bar y pedí un cubata. A la hora de pagarlo me contestaron que no era necesario, ya estaba pagado e incluido en los gastos. Así que pedí otro, pero me costó beberlo cuando recordé a una querida camarada de Barcelona, majísima ella, miembro del Frente de la Juventud, con una voz de cadencia extremadamente lenta, hija de trabajadores y que, a su vez ella trabajaba con los primeros contratos basura y por un sueldo mezquino, que había respondido con sus 200 pesetas a la petición de fondos requerida por Izquierdo. Yo, en ese momento, me estaba bebiendo aquello 200 pesetas que tanto esfuerzo le costaba ganar.

Después de ese viaje no volví a Barcelona, seguía trabajando para el “frente exterior” y pasé algo más de dos meses al otro lado del charco en países caribeños, haciendo lo que sabía hacer. Al volver me detuve unos días en Madrid y visité la redacción de El Alcázar. Me abrió Pablo Ortega, sobrino nieto de Ortega y Gasset que verdaderamente tenía las mismas dominantes frenológicas de la familia y una indudable vocación intelectual que llevaba a estar permanentemente dando vueltas al ser de España y de los españoles. Sus artículos eran de lo mejor que publicaba El Alcázar en esa época. Izquierdo lo había colocado como presidente de Juntas Españolas, mientras él se reservaba la secretaría general. Era bueno tener a un intelectual de figurón y muho más si no tenía experiencia en vida política. El problema terminó siendo que Ortega era inteligente e intuitivo, no se le escapaba una e iba acumulando datos. Aquella tarde lo vi nervioso. Le pregunté que si ya se había realizado el mitin en el campo del Atletic. “No hay dinero”, me contestó con mirada dramática, como intentando liberar la tensión acumulada durante semanas y buscando un interlocutor válido. Al parecer, yo le había dado buena impresión cuando nos conocimos en la asamblea de Juntas semanas antes. De los 9 millones en caja meses antes, ya no quedaba ni rastro. Y lo peor es que no se había hecho ninguna actividad política. Nadie de la dirección de Juntas Españolas discutía nada a Izquierdo, porque, a la postre, todos enviaban artículos a El Alcázar, chistar el dire hubiera representado ser arrojado fuera de sus páginas. Hablé lo suficiente con Ortega como para que lograra transmitirme una sensación indeleble de inquietud, sino de pánico. Nosotros, los jóvenes, estábamos montando un grupo, no por vocación de eterninarnos sino como rama juvenil de un partido del que empezaba a tener las más serias dudas de que pudiera funcionar algún día. Ortega –recuérdese, en la época Presidente de Juntas Españolas- insisitó en que me quedara con su teléfono y nos viéramos fuera de la redacción con más calma para hablar de todo lo que estaba ocurriendo. Así que a los pocos días, con otro camarada volví a Madrid yendo directos al domicilio de Ortega.

La reunión duró cuatro horas y una botella de buen whisky escocés. A medida que Ortega desgranaba las visicitudes de los últimos meses, quedaba claro lo que estaba ocurriendo. El Alcázar estaba en crisis irreversible y ni siquiera con las constantes inyecciones de fondos de algunos nombres ilustres de la Confederación de Combatientes (El Alcázar estaba vinculado a la Confederacion, no hay que olvidarlo) aquello se había convertido en un pozo sin fondo. El dinero de Juntas se había desviado para pagar algunos sueldos, no precisamente bajos, de la cúpula del diario. Ortega me decía textualmente: “Izquierdo es un cuello de botella para el lanzamiento de Juntas Españolas”. Además, eludía dar cuentas, ni había reuniones de la dirección, e incluso hacía dos meses que Izquierdo ni siquiera recibía al Presidente del partido, Ortega.

Lo que había ocurrido estaba claro: al volver de Arabia Saudí, Izquierdo y sus acompañantes se las prometieron muy felices. En breve llegaría el dinero saudí. Pero lo que habían oído eran solamente frases habituales en el lenguaje diplomático que excluye el castizo “pero ¿de qué vas, tío?” o el “vete a sablear a tu padre”. Asi que volvieron creyendo que el dinero llegaría, pero el problema fue que unas semanas después empezaron a inquietarse, especialmente porque nadie descolgaba los teléfonos. En ese tiempo, Izquierdo ya había “purgado” a Carvajal y a Alonso, había lanzado el manifiesto y se erigía como factótum del proyecto y gestos universal del mismo. Pero el dinero no llegaba. Y en la primavera siguiente era evidente que no llegaría jamás. Fue entonces cuando Izquierdo empezó a desvincularse de Juntas Españolas que ya habían dado de sí todo lo que podían dar, exprimidas en cuotas, ahora solo quedaba, como la cáscara de limón al que ya no le queda ni una gota, tirarla.

La cosa era grave porque en Barcelona habíamos contactado con alguien del que me dijo que tenía un prestigio extraordinario y en el que Izquierdo confiaba para que pusiera en marcha Juntas Españolas en Catlaunya. Se trataba de Agustín Castejón Roy. Había sido falangista y hoy anda presidiendo o algo así la Fundación José Antonio, creada para conmemorar el centenario de su nacimiento y del que me dicen que se hizo unos pantalones cortos a medida para remedar un campamento de antiguos miembros del Frente de Juventudes organizado por la fundación. No había estado presente ni en Fuerza Nueva ni en Falange. En la confusión de la transición, Suárez lo nombró gobernador civil de Tarragona donde permaneció unos meses para retirarse luego a sus negocios. Había oído hablar de él hacía mucho tiempo pero solamente lo había conocido unas semanas antes cuando, a la vista de que era el “hombre de Izquierdo en Barcelona”, contactamos con él y le ofrecimos que nos explicara sus puntos de vista en el local que utilizábamos en la calle Mallorca. “Patria y Libertad” logró movilizar a algo más de un centenar de jóvenes y al llegar Castejón antes de hora, lo pasamos a un despacho en donde nos encontrábamos los que dirigíamos el grupo en Barcelona. Tras la presentación nos empezó a hablar con una prosa extremadamente cuidada y un lenguaje culterano que no dejó de sorprendernos. Al cabo de un rato entró un camarada y dijo aquello de que “la gente está esperando”. Entonces Castejón entendió que había venido a dar una conferencia a un grupo y que el grupo no éramos los pocos que estábamos allí reunidos con él, sino los que esperaban en la otra sala. Así que tras la presentación de rigor, volvió a repetir textualmente lo que nos había dicha en la otra sala y que, obviamente, constituía la primera parte de su discurso. Castejon tenía la ventaja de que no se había quemado en Fuerza Nueva, sus cargos públicos durante la transición no habían dejado huellas y parecía era capaz de articular un discurso ante un auditorio logrando enfatizar en algunos momentos. Liberato Egea me reprochaba el haberme perdido una conferencia dada en ADES (ya saben “el reino de los muermos”) en la que negó que en Catalunya durante los años de la postguerra existiera hambre (algo que chocaba con los recuerdos más remotos de mi infancia en 1955, en donde yo, hijo de la burguesía barcelonesa sin problemas económicos, había oído hablar frecuentemente a mis padres de restricciones en el alumbrado y de castillas de racionamiento) dando como ejemplo que a los prisioneros aliados que pasaron por la Ciudad Condal para ser reptriados se les obsequiava con “tomates y con lechugas y con verduras”, enfatizando cada una de estas hortalizas con un gesto como si salieran del cuerno de la abundancia. Castejón era, sobre todo y por encima de todo, franquista. Era falangista, claro está, pero de esos que no veían contradicciones entre la fe en el José Antonio de la nacionalización de la banca y en la consideración de la monarquía como fenecida, y su admiración por Franco que dio vidilla a la Banca y restauró la monarquía.

Poco antes, Castejón y otros amigos suyos, habían editado un libro titulado La Catalunya de Franco, lujosamente editado, en la que se glosaba el apoyo de los catalanes al régimen anterior y lo mucho que favoreció el desarrollo de Catalunya. Le di un vistazo al libro y, hombre, ni tanto ni tan calvo, ni Catalunya permaneció esclavizada por un franquismo criminal y asesino que organizó un genocidio cultural, tal como sostenía del nacionalismo hasta la izquierda, pero tampoco, especialmente a partir de los primeros años 60, sectores cada vez más amplios de la burguesía fueron divorciándose del franquismo y entre la juventud, lo que yo personalmente ví a finales de los 60 era que los hogares de la OJE y los Distritos del Movimiento estaban vacíos o poco menos. La del libro en cuestión era una visión interesante, pero parcial y, desde luego, poco “científica” y no dictada por los principios de la historiografía, que podía tomarse en consideración como testimonio de los catalanes que optaron por el franquismo, no por lo que Catalunya vivió durante esa época. Yo mismo había visto las chabalos del Campo de la Bota cuando bruscamente terminaba el Paseo Marítimo. Yo mismo vi los poblados de barracas que hacia 1966 todavía existían en las inmediaciones del Estadio de Montjuich en el que había participado en las carreras de velocidad de los Juegos Deportivos Escolares ganando alguna que otra medalla ya que estamos en esto. Yo mismo había paseado por la miseria y la sordidez del barrio Chino que recorrí con mi compañero de clase y entonces camarada, Ferrán Gallego, hacia 1968. Yo mismo había conocido a aquella ciudad en blanco y negro anterior a los cuadros que hoy pinta Ruiz Zafón, esa cuidad que había sido y ya no era, con olor a agua saluda y aguas grasosas y oscuras en el puerto, con barrios de irreprimible tristeza, con solares y restos derruidos a los que todavía no había llegado la fiebre constructiva, con una Diagonal inacabada en ambos extremos, y sobre todo, una Barcelona en la que resulta nnegable que el franquismo había optado por restringir las libertades de opinión, asociación y expresión en beneficio de la planificación inflexible y el desarrollismo. Yo había visto en 1959, carteles que anunciaban sujetadores, cubiertos con pez no fuera a ser que la visión ingenua de unos pechos ceñidos por lo que entonces daba de sí la industria corsetera, excitarar lo libidinoso de los ciudadanos. No hacía mucho en esa Barcelona de posguerra había resultado asesinada Carmen Broto, con el entramado de corruptelas, tráfico de influencias y estraperlismo que apareció detrás. Y luego estaba las desafortunadas declaraciones Juan de Galinsoga (las de “todos los catalanes son una mierda”) y la huelga de tranvías y los incidentes estudiantiles que habían comenzado mucho antes de la “caputxinada” y las manifestaciones de curas por la Vía Layetana que seguían solo a menos de una década a aquel Congreso Eucarístico Internacional y a los sermones del Padre Peyton y de sus campañas para el “rosario en familia”. De todo esto no se hablaba en aquel libro tan bienintencionado pero parcial.

Si saco aquí a colación este libro entre otros miles que aparecieron en la época fue por la sencilla razón de que al volver de la entrevista con Ortega, el camarada que me había acompañado –al que llamábamos “el Vopo” por que lograba niquelar cuando quería el rostro avinagrado y de mala hostia que asociábamos a los guardias germanos que vigilaban el Muro de Berlín- y yo fuimos a ver al “hombre de Izquierdo en Barcelona”, Agustín Castejón Roy. Le expusimos nuestras dudas. Había un problema de pesetejas. Castejón nos miró con expresión de sorpresa y solo acertó a decir unas palabras que le surgieron de lo más profundo de su corazón: “Dios mío, entones no me pagará los que ejemplares de la Cataluña de Franco que le envié…”. Me llamó la atención que en un momento de crisis total, en el que a poco del 23-F, a menos de la disolución de Fuerza Nueva, a unas semanas solo de que se lanzaran las Juntas Españolas, Castejón pensara solamente en los pocos miles de pesetas que se jugaba con “el libro”. Quiso disipar dudas y llamó delante de nosotros a Izquierdo: “¿Qué tal? ¿Cómo va las Juntas?”. Y Castejón esperaba la respuesta para formular otra: “Y a Ortega… ¿qué tal con Ortega? ¿lo vas viendo?.... Ah vale, bien ¿no?” y luego esta otra más: ¿Siguen habiendo afiliaciones?” y dado que la respuesta fue triunfal, Castejón remató el “que sigan así…”. Y fue entonces cuando preguntó por lo de su libro a lo que izquierdo le contestó, naturalmente, que se iba vendiendo. La conversación tranquilizó a Castejón y le animó a seguir adelante, a pesar de que le propuse llamar por esa misma regla de tres a Ortega.

De todas formas, Castejón percibió claramente que conmigo no había posibilidad de medias tintas, diplomacias diversas, ni mascarones de proa, ni respeto a las canas, ni siquiera me interesaban un pijo las viejas glorias de otros tiempos. Así que a partir de ese momento, yo quedé fuera de Juntas Españolas de Barcelona… pero con el problema de que seguía estando en Patria y Libertad cuya razón de ser, a fin de cuentas, era promover la sección juvenil de Juntas Españolas. Resolví la contradicción inhibiéndome lo más posible de lo que ocurriera en Barcelona pero siguiendo de cerca la evolución del grupo.

Cuando Izquierdo ya no pudo exprimir más a Juntas Españolas y no hubo forma de derivar ni una duro más para el pago de sus propios gastos, en un “gesto de generosidad”, dimitió y, hete aquí que entregó los bártulos del entuerto a Castejón cuyo única culpa y lo único que puedo reprocharle es que antepusiera su amistad y credulidad hacia todo lo que le contaba Izquierdo, su compañero bajo las lonas del Frente de Juventudes, a la realidad objetiva que se negaba a asumir so pena de que tanta ingenuidad le salpicara. Tras unos años con Castejón al frente que no lograron sacar al partido de un declive semana tras semana cada vez más acentuado, Castejón, a su vez, dejó el mando de Juntas Españolas en otro personaje barcelonés, Ramón Graells, abogado con él y vecino suyo. Pocos años después, el propio Graells era alejado de Juntas por sus propios camaradas y por el mismo motivo que ya había aflorado en el último período del FNJ. Recuerden lo escrito entonces: “muy mal asunto eso de dar cursillos particulares de formación política a chicas de buen ver”.

No fue Castejón el único que fue literalmente estafado en sus esperanzas por Antonio Izquierdo. En realidad, Juntas Españolas fue mucho peor: el canto del cisne de todo el ambiente y en especial de los que habían permanecido en segunda fila en Fuerza Nueva o no se habían comprometido con el piñarismo. Izquierdo con su Alcazar primero y luego con sus Juntas Españolas se había configurado como una absoluta aspiradora de fondos de la ultraderecha sin que hubiera resultados tangibles. Al menos Blas organizaba mítines y manifestaciones masivas, pero en Juntas Españolas todo fue limitado, alicorto y cuernilargo. Entre creer a Izquierdo, el director de El Alcázar y creer a aquel tipo turbulento de pasado incierto, de andanzas indefinibles por esos mundos de dios, habitual en los últimos años de la transición de episodios relacionados con el terrorismo, sin oficio ni beneficio que era yo, era evidente que Izquierdo tenía todas las de ganar. Incluso el grupo juvenil optó por seguir con fidelidad perruna los dictados del director de El Alcázar, a pesar de que a muchos les constaba que yo tenía razón. La última reunión de “Patria y Libertad” tuvo lugar en la redacción de El Alcázar. Izquierdo nos dirigió la palabra, reafirmando que todo iba a las mil maravillas y que si el dinero saudí no había llegado era porque Manuel Fraga lo había impedido. Algunos le creyeron. Yo no.

Mi desconfianza hacia Izquierdo había ido en aumento incluso desde antes de uqe Ortega me pusiera en antecedentes. El 20-N de 1983, “Patria y Libertad” organizó una cena. Acudí precisamente acompañado por la exmujer de Ramón Graells y nos sentamos en la mesa presidencial, justo al lado de Izquierdo. Al ver que me movía bien en política internacional y en geopolítica y que había trabajado como corresponsal para varias agencias de prensa, le dio por dárselas de enterado en la materia: hacía poco que, me contó, que se había entrevistado “con unos generales de la OTAN” que le habían advertido que en primavera los tanques rusos cruzarían el Elba. Así pues, estábamos al borde de que la Guerra Fria se transformara en caliente. No comprartía ni remotamente esa opinión y, personalmente, creía todo lo contrario: la URSS estaba ya con la lengua fuera y la Guerra de las Galaxias iniciada con el proyecto Apolo (que no era más que la primera fase de lo que luego se convirtió en el “paraguas antinuclear” elemento esencial de la Guerra de las Galaxias), empantanado en Afganistán y con una retaguardia insegura a causa del formidable movimiento sindica polaco. Así pues, era imposible que en ese preciso momento, la URSS estuviera engrasando sus tanques para llegar a los madriles y cadenas adelante, llevar a sus spanetz sobre los tranvías de Lisboa. Izquierda, habituado a que todo ultra le dijera amén a sus desvaríos y fantasías, se lo tomó a mal y me miró como diciendo: “Pero, insensato, ¿dudas de que me lo dijeron unos generales de la OTAN?”. Así que poco después se levantó alegando como compromiso la fantasiosa e imaginativa excusa de que iba a ver a su “asesor de imagen”. Solo entonces reparé en que copos de caspa lucían “ostentoreamente” sobre su brazer azul marino. Meses después, cuando volví a verlo, la misma caspa seguía en su lugar, por lo que deduje que o el “asesor de imagen” de Izquierdo era un patata, o simplemente me había mentido. Y eran ya varias las mentiras que le había cogido.

“Patria y Libertad” se disolvió en el magma de Juntas Españolas. Yo entré en septiembre en la cárcel para cumplir mi condena. Como último acto personal para intentar imponer un poco de sentido común en el ambiente, redacté un informe sobre todo esto dirigido a José Antonio Girón de Velasco, presidente de la Confederación y magnánimo y resignado tapahuecos de El Alcazar en los últimos años. La fatalidad quiso que la policía me detuviera en plena calle con estos documentos en la cartera, así que entré en la Modelo con ellos y solamente unas semanas después pude hacerlos llegar a Joaquín Soro, presidente de la Confederación en Catalunya, a través de otro miembro de la misma, que oficiaba como médico de la Cárcel Moelo y que se jubilaría solo unos días después. Soro le llevó personalmente el documento a Girón y ambos telefonearon directamente a Izquierdo. La conversación fue tensa por que a éste no se le escapaba quien había sacado a relucir todos los trapos sucios del asunto.

Cuando salí de la cárcel El Alcázar ya no existía víctima de sus malos contenidos y de su peor gestión. Izquierdo había dimitido en una tensa reunión en la que uno de los miembros de la Confederación dejó incluso su arma sobre la mesa. Con la indemnización sacó una revista que duró lo justo para desaparecer sin pena ni gloria y de la que ni siquiera recuerdo el nombre. “¿Pero habéis presentado denuncia?” pregunté a la Confederación. La respuesta fue lacónica: “Los trapos sucios los lavos en casa”. Murió Girón, murió Soro, murió Izquierdo, nunca nadie se sintió con ánimo de lavar los trapos sucios, ni en casa ni en el tinte de la esquina.

Todo este período concluyó para mí antes de la entrada en La Modelo. Ya conocía lo suficiente de los entresijos de la ultra y de la vida como para saber que un partido que empezaba con una caminar difícil y bajo la sospecha de estafa, no iba a llegar muy lejos. Juntas quemó las voluntades que Fuerza Nueva no había quemado todavía. En 1995, Juntas Españolas se integró junto a otros grupos, cuando ya estaba diriga por Juan Peligro (que hacía honor a su apellido y del que se podrían contar anécdotas sin fin en su fugaz paso por la ultra) en lo que sería Democracia Nacional. Pero esta, claro, es otra historia.

Juntas, en realidad, fue el precedente lógico de Democracia Nacional. Lo que en juntas algunos habíamos tenio como intuición –el que la ultraderecha se había terminado y que todas las referencias al pasado franquista o a otros tiempos estaba fuera de lugar- en Democracia Nacional se afirmó. Pero se llegaba a esa etapa demasiado debilitados. Los ubres tradicionales de la ultraderecha habían dejado de manar. No vale la pena hablar del Frente Nacional, aquel efímero grupo que fundó Blas con lo que quedaban de sus cuarenta y tantas asociaciones en 1985. Dos años después intentó irrumpir en el Parlamento Europeo con una campaña en la que se gastaron lo que debió salir de la liquidación de las sedes de la antigua Fuerza Nueva y con la última derrama. Pero la campaña, hecha bajo el slogan de Ten coraje obtuvo 122.927 votos que se redujeron a la mitad cinco años después, desdiciendo el eslogan utilizado entonces de que “hay un camino a la derecha”. Blas, como siempre, colocó a gente equivocada en los puestos de responsabilidad y su jefe en las juventudes, un tal José Luis Cillero a quien jamás conocí, se convirtió en una fábrica de generar escisiones. Me comentaron que en cierta reunión, Cillero, un hombre de fe, del que se dijo que era “un joven anciano”, había propuesto como solución a la crisis de militancia una campaña brillante de la que añadió que se le había ocurrido a él: una campaña contra la blasfemia. No es raro que las juventudes del Frente Nacional se partieran una y mil veces, yendo a parar unos a Juntas Españolas y otros a gropúsuclos activistas madrileños, el FAN (Frente de Alternativa Nacional) o Nación Joven, grupos efímeros, de temporada, que nacían, crecían, se fusionaban con otros, desaparecían, se peleaban, se escindían, se aliaban, todo ello con una hemorragia continuada de militantes que hacía que en esos momentos ya no se hablara de miles de militantes como en Fuerza Nueva, de cientos como en el Frente de la Juventud o en Patria y Libertad, sino de algunas decenas. El Frente Nacional murió de muerte natural en 1993. Blas volvió a disolver su propia creación, cual Cronos que en lugar de devorar a sus hijos se disolvía a sí mismo. Ahí terminó la andadura política de Blas que a partir de ese momento se convirtió en una figura decorativa de la ultra madrileña, con dos o tres actos al año para fieles fidelísimos, último cuadrado de lo que un dia fue un partido que consiguió movilizar “masas oceánicas”.

Del Frente Nacional siguió actuando Miguel Bernard, mucho más consciente de las limitaciones de una línea política ultra fundó años después Manos Limpias, configurado como sindicato de funcionarios e iniciativa de denuncia de la corrupción. Fue, desde luego, una de las salidas más inteligentes y que honra a su impulsor, mucho más en un ambiente en el que la repetición de los errores pasados y el prominarse el mismo leñazo en la misma piedra han llegado a ser una tradición.

Si el fin de Fuerza Nueva y el 23-F habían sido el fin de una época, el fracaso de Juntas Españolas (cuya agonía duró la friolera de 10 años, con presidentes cada vez más esperpénticos) y la irrelevancia de Frente Nacional, constituyeron para quien quisiera advertirlo el fin de la posibilidad de cualquier intento de recuperación de la temática ultra. Aquello había muerto irremisiblemente y no había nada que hacer salvo aceptarlo. Todo lo que remitiera a aquellas formas estaba (y está) llamado al fracaso. Y la cosa era todavía más lamentable porque en esos mismos momentos, los “partidos hermanos” en Europa empezaban a experimentar el aroma del éxito inédito todavía en España.

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