miércoles, 3 de junio de 2009

La transición (9ª parte). Cenar en Montparnasse es peligroso

El Frente Nacional de la Juventud a principios de 1978 iba viento en popa dentro de sus posibilidades, extremadamente pequeñas por lo demás. Se seguía creciendo y la formación había aparecido en varias ocasiones en los medios. Habíamos realizado una presentación en un conocido hotel barcelonés. Asistieron pocos periodistas y menos aún dieron cuenta del evento, pero, por primera vez se había intentado conectar con los medios a la forma de los partidos tradicionales. También en esto fuimos pioneros. En el curso de la entrevista acusé a Suárez y a la UCD de ser “franquistas vergonzantes” y Catalunya Express reprodujo la frasecita. Era una pequeña victoria personal sin más trascendencia que me indicó que la prensa funcionaba a base de titulares. Si se los dabas hecho, eso que se ahorraban.

Albert Viladot era entonces un periodista recién salido de la Universidad Autónoma en la que apenas había realizado una pequeña estancia de no más de 15 días en la Organización Comunista Bandera Roja, tránsito obligado en aquel centro universitario en el que las opciones eran o PSUC, o BR, o LCR, o PTE, o en el peor de los casos, el PORE, apto sólo para amantes de los exotismos políticos. Viladot –que de estudiante imberbe pasaría años después a dirigir el diario Avui, tras ser director de informativos de TV3, y aspirar a la dirección de medios de la Generalitat, cargo al que sin duda habría llegado de no ser porque una enfermedad se lo llevó prematuramente a la tumba- siempre sostuvo que esas dos semanas de militancia comunista siempre fueron un mero accidente en su vida de estudiante. Viladot nos pidió una entrevista que reprodujo el semanario de DOPESA, el Mundo, en el cual reproducía más o menos las declaraciones de Graells. No recuerdo porqué, yo quedé algo descontento con la entrevista, acaso poque había ironizado en algún punto, así que lo cité en un bar de las inmediaciones de Plaza Molina con la intención de darle una advertencia. En esa época parecía aspirar ingenuamente a dar la imagen del “hombre más peligroso de España”. A poco de estar hablando, entraron en el bar cuatro militantes del FNJ, seleccionados por tamaño y aspecto agresivo, tocados todos con el uniforme extraoficial del partidillo: cazadora de cuero, gafas de sol y mandíbula disparada hacia adelante. Cada uno rivalizaba con los otros tres en ofrecer el aspecto más agresivo posible. Todos eran estudiantes, así que sus modales eran aún más preocupantes por ser educados, nada estridentes. Era el aspecto y la serenidad propia del pistolero titulado lo que sugería su imagen. No se crean, no es fácil de conseguir, pero el efecto es más demoledor que entrar con cuatro yonkis navaja en mano. Por un momento Viladot se alarmó, así que le tranquilicé. La cosa no iba con él, pero en sucesivas ocasiones sí podría ir... Sí, ya lo sé, era una amenaza mafiosa, velada y poco sutil, pero, a la postre, efectiva. Tuve ocasión años después de disculparme con él por aquella muestra de petulante inmadurez. Por algún motivo, después de aquel encuentro. Viladot y yo iniciaríamos una relación personal que se iría intensificando con el paso del tiempo. hasta su prematuro fallecimiento.

Cuando yo me encontraba en clandestinidad, Viladot era una de las pocas personas que sabía que me encontraba en España y la única a la que puse en contacto directo con Della Chiaie después de que él se fuera a Venezuela y yo volviera a España, hacia principios de 1983. Fue Viladot, también, quien me presentó a Fermín Bocos y a varios periodistas de TV3 con los que hubo ocasión de colaborar en varios trabajos sobre temas de candente actualidad en Iberoamérica.

París, la interminable

Hacia enero de 1978 ocurrió algo inesperado. Me tuve que desplazar a París, junto con Tormo y Alemany requeridos por Delle Chiaie para tratar un par de temas urgentes. Dio la casualidad de que los Graells en ese mismo momento habían realizado un viaje de placer invitados por Chantal Blanchet, una joven militante de Ordre Nouveau pasada luego a Forces Nouvelles, que durante su período de estudiante había permanecido un par de años en Barcelona vinculándose a nuestros medios.

Chantal era pequeñita y bonita, aparentemente parecía una chica frágil y delicada. Rubia y de formas tirando a perfectas, era, sin embargo, una mujer agresiva que se desplazaba entre Barcelona y París a lomos de su Suzuki 125 con la cazadora de cuero de rigor. Había algo extremadamente atractivo en ella, acaso ese contraste entre fragilidad y fuerza. Chantal vivía frente al bois de Boulonge en lujoso apartamento del cuarto piso provisto de una terraza que daba al pulmón verde de París. Desde ese misma se arrojó al vacío unos años después a raíz de un desengaño amoroso con un jordano... Pero en 1978 seguía siendo la muchacha simpática y atractiva que todos admirábamos y cuya compañía disputábamos. Al llegar a París la llamé. Los Graells, que estaban con ella, no podían creerse que yo estuviera en esos mismos momentos en París. Quedé con ellos en una pizzería de Montparnasse. Aquella cena tendría una trascendencia imprevista en los años siguientes.

Por algun motivo siempre he considerado, desde la primera vez que viajé a París, como una ciudad muy especial para mí. Viví allí más de un año durante mi período de exilio y cada día conocía algún lugar insólito en la capital francesa. Aún hoy en cada visita a la capital francesa logro siempre descubrir un detalle que no había advertido antes. He vivido prácticamente en todos los barrios de la capital y lamento profundamente el proceso de islamización acelerado que se percibe en las calles. Hoy mismo, la prensa publicaba que el 60% de los menores de 20 años son magrebíes o subsaharianos. Dentro de 20 años, ese porcentaje sin duda se habrá elevado al 80% y a mediados del siglo, la antigua Lutetia será una ciudad “multicultural”, esto es, africana, en el corazón de Europa. No creo que, por entonces, salvo en Neully o en el XVIº queden muchos ciudadanos de etnia franco-gala en la ciudad de Notre Dame, Saint Germain y el barrio Latino.

Ya en 1977 algunas zonas de la capital me sorprendieron: Stalingrad era ya un zoco que se preveía desde el arranque de la Place Clichy. El ascenso al Sacre Coeur suponía introducirse en un barrio con presencia magrebí cada vez más asfixiante. En Tolbiac durante mi período de exilio me ocurrió algo curioso. Cuando la prensa francesa publicó mi foto, abandoné apresuradamente el apartamento de boulevard Versailles esquina Exelmans, por un discreto piso de seguridad vacío en un rascacielos de Tolbiac, próximo a Place d’Italie. Apenas reparé que subiendo las escaleras del metro me crucé primero a dos, luego a cuatro y después a ocho orientales. Luego, cuando llegué al rascacielos, tuve que esperar un buen rato al ascensor, el tiempo justo en el que llegaron otros muchos orientales y, finalmente, cuando se abrieron las puertas todos los que descendieron eran, así mismo, camboyanos, chinos o vietnamitas en proporciones variables. Así pues, estaba intentando pasar desapercibido en un barrio oriental y en un edificio en el que yo era el único inquilino europeo. Afortunadamente, todos aquellos orientales preferían el Pekín Informa a L’Humanité, pero, con todo, estaba dando, literalmente, el cante. Duré allí una sola noche y huí camino del Atlántico hacia Nantes y Pournic en donde me esperaba otro camarada de nuestra red, Jean Denis Reingeard de la Bletiére con el que pasé una temporada antes de abandonar Francia en dirección desconocida. Jean Denis tenía una casa familiar en Pournic, situada ante las aguas bravas del Atlántico. La biblioteca familiar era simplemente impresionante. No había en ellas últimos best-sellers, sino volúmenes del siglo XVII y principios del XIX. La cocina por lo demás estaba asentada sobre la roca pura que podía pisarse cuando uno freía un huevo en lo que era un antiguo faro construido por las legiones romanas. Jean había militado en la OAS, luego en la Federatión d’Etudiants Nationalistes y siempre suponía un contacto seguro, bien relacionado por lo demás con Frederic Laurent, entonces director de Liberation.

Si cuento todo esto es porque ya entre 1978 y 1980, París vivía una pérdida de su identidad europea y un proceso de cosmopolitización innegable que, por algún motivo –y no era desde luego por racismo o xenofobia, sino por simple estética- un camboyano junto a la tumba de Napoleón y un zoco islámico a dos pasos de Notre Dame no eran precisamente lo que uno esperaba ver en la ciudad de las luces. Ni tampoco a un negro patinando en los jardines del Trocadero. Aquello me parecía más chocante y “parajódico” que peligroso. En aquella época no intuía que el Raval de Barcelona se convertiría en algo parecido a la Asamblea General de Naciones Unidas o que la Plaza de Sant Jaume tendría el aspecto de un fort Apache rodeado por razas hostiles. O que pakistaníes, magrebíes y subsaharianos desplazarían a gallegos, extremeños y murcianos del Poble Sec. El paisaje de Europa está cambiando desde mediados de los años 70 y aquí, que somos exajerados para todo, en materia de inmigración hemos recuperado el tiempo perdido en apenas 15 años. Mi identidad está vinculada a un pueblo, a unos edificios y monumentos, a un paisaje, humano y físico determinado, a un acento concreto, si ese paisaje cambia radicalmente, hay algo como que me parece que no encaja. Nadie debería abandonar su tierra natal por motivos económicos, ni ninguna tierra natal debería de verse alterada por la llegada de quienes no le dieron su fisonomía tradicional. Soy capaz de razonar hasta la saciedad los motivos por los que estoy contra los trasvases constantes de población acarreados por la globalización, pero les aseguro que fundamentar racionalmente estas posiciones no supone para mí más que aportar un fundamento a un rechazo que experimento instintivamente.

Sé que hay en mi posición alguna contradicción. Tengo amigos en prácticamente todas las comunidades nacionales de inmigrantes que hoy residen en España, son buena gente y tan sólo piden el lugar bajo el sol que no pudieron disfrutar en su tierra natal. El problema de la inmigración no es ese, sino que se trata hoy de un fenómeno de masas. Conocer a otros individuos de otras razas es siempre algo positivo, pero cuando este fenómeno se convierte en algo masivo e invasivo, se corre el riesgo de perder la propia identidad –esto es, las raíces- como pueblo. Ocurre como con las drogas o la locura. Siempre han existido y siempre se han consumido drogas, pero sólo ahora revisten el carácter de masas; y por eso son un problema. Y en cuanto a la locura o al carnaval han ocupado tradicionalmente un espacio muy pequeño en la vida de los pueblos, tan solo la necesaria para comparar razón y normalidad con locura y desmadre. A tenor de la marcha de nuestra sociedad, hoy, cada día es carnaval y todos compartimos más o menos neurosis. Éste es el problema: que todos los fenómenos de masas generan alteraciones profundas.

Una zona del París mágico

Encontré a Chantal y a los Graells en un bistró de l’Avenue de la Grand Armée de ahí nos fuimos, Campos Elíseos adelante ,hacia la pizzería de Montparnase. El tráfico era endiablado y tuvimos que dar la vuelta varias veces a L’Etoile antes de poder desembocar en la dirección requerida. La pizzería estaba, en realidad en una pequeña travesía de Montparnase, la rue Vavin, situada a su vez frente al conocido restaurante La Coupole que cuarenta y cinco años antes había albergado a las tertulias surrealistas frecuentadas por Tristán Tzara, Breton, Eluard, pero también por Miró, Dalí y Gala. Otros menos recomendables se reunían también allí en la misma época, como María de Naglowska, rusa, nacida en Kazán, tierra de la que era oriunda Gala, la esposa de Dalí. La Naglowska conoció cierta fama en las entreguerras ostentando el título de “sacerdotisa de Lucifer”, fundando una secta a la que pertenecieron algunas eminencias de la intelectualidad y las artes de la época.

Cuando compuse mi libro “Dalí entre Dios y el Diablo” descubrí que Dalí asistió durante unos meses a las tertulias surrealistas de La Coupole y era absolutamente imposible que él y su esposa, no hubieran conocido a Maria de Naglowska. Mi tesis –que espero poder demostrar algún día- era que tanto Gala como Dalí habían extraído de la Naglowska lo esencial de sus ideas sobre el sexo y la magia (que no eran pocas y que, en realidad, Dalí situaba en el centro de su disparatada y paranoica visión del mundo). La lectura de algunos párrafos de los libros de la Naglowska (y muy especialmente de “Magia Sexual”, firmada por H.P. Randolph, pero que ella compiló y editó con un prólogo de Julius Evola) encuentran paralelismo en distintos episodios en la vida de los Dalí. La afición de Gala a los chicos jóvenes y la creencia de que el semen de macho recién estrenado podían alargar su vida y restaurar sus células procedía de la Naglowska, la idea de que la causalidad mágica gobierna nuestros días procedía también de ella, la obsesión por los objetos transformables en vehículos mágicos mediante poderes de evocación y que llevó a Dalí a construir el Museo de Figueras también era patrimonio de aquella extraña mujer; y en cuanto a la consideración de que el sexo abría la posibilidad de ir más allá del sexo, no tenía otra raíz intelectual que el pensamiento de la oscura “sacerdotisa de Lucifer” que, sin embargo, iba cada tarde a meditar a una iglesia situada en las inmediaciones, antes de sumergirse en la vorágine de discípulos que la visitaban en La Coupole.

Era imposible que en un microcosmos intelectual concentrado en los 400 metros cuadrados de La Coupole no hubieran acarreado una ósmosis entre una Gala siempre interesada por lo mágico, con la exiliada rusa que era la Naglowska mestra de magia y luciferismo, que para colmo compartía ciudad natal con la desagradable musa de los surrealistas. La Naglowska formaba casi parte de la plantilla de La Coupole, cada tarde estaba allí puntualmente a finales de los años 20, invitada por la administración del local a la vista de la cantidad y calidad de los clientes que atraía. Y en cuanto a Dalí, sus estancias en la capital francesa empezaron a proliferar desde aquella época. París era para Dalí el espacio de promoción, tanto como Nueva York supuso para él dinero y Port Lligat las raíces de su arte ancladas en el sol y en el viento del Alt Empordà. Lo dicho, era inevitable que los Dalí y la Naglowska no se hubieran conocido a dos pasos de donde me encontraba aquella tarde con Chantal y con los Graells.

Por otro lado, la rue Vavin, con todo lo minúscula que era, apenas cien metros entre Montparnasse y el boulevard Raspail, concentraba todo tipo de historias sorprendentes. Había allí un hotel miserable gestionado por unas zíngaras peripatéticas que en viajes sucesivos llegaría a conocer bien. El hotelito era miserable pero discreto. Nadie pedía documentación alguna –que, a fin de cuentas, era lo impotante- y el hecho que de tanto en tanto apareciera algún gusano en la cama (como me ocurrió) era un mal que consideraba menor. Por otra parte, podías estar durmiendo, abrirse la puerta y aparecer un fontanero que no albergaba el menor respeto para tu sueño. Leyendo la “Historia de la Magia” de Eliphas Levi, supe que él propio mago y nigromante de la belle epoque se había albergado en aquel hotelito miserable y, cuando años después, volví a la capital francesa en una semana que pasé allí con una muy querida camarada, el hotel estaba remodelado y convertido en un agradable nido de amor. Cada habitación llevaba el nombre de un viajero notable que se había alojado en algún momento de la historia del inmueble. Las habitaciones eran una especie de “gotha” del ocultismo y la magia europea de finales del XIX y principios del XX. Nos alojamos en la habitación a nombre de Alaister Crowley, otro satanista de pro. Eliphas Levi también tenía su estancia y Papus no quedó atrás. La pizzería estaba situada justo en frente.

En la cena asistieron algunos camaradas italianos exiliados (el antiguo jefe de Avanguardia Nazionale de Triste, Gianfranco Susich (que entonces era el chef del local), Mario Scarpa, otro avanguardista triestino, dos camaradas franceses, Sixto Enrique de Borbón, Chantal, los Graells, nosotros tres, Delle Chiaie y su esposa, Leda Minetti. Siempre era un placer encontrar a los camaradas más variados en torno a unas pizzas con peperoni. Nos pusimos al día de lo ocurrido en los últimos meses que no era poco.

En un momento dado, en la mesa de al lado, un norteamericano medio borracho al oir que buena parte de la conversación era en italiano se volvió e hizo un comentario insolente sobre Mussolini, el peor posible en el peor momento a la peor gente que podía recibir aquel comentario. Uno de los italianos lo sacó literalmente a patadas del local. Estábamos sentados en el fondo así que tuvo que recorrer todo el espacio rebosando clientela a un lado y otro. Gianfranco, ejerciendo su cometido de chef, se creyó obligado a mediar, restablecer el orden y llamar a la calma a los clientes del local. Estos espectáculos siempre suponen algo desagradable para quienes buscan sólo un plato de lasagna o unos gnoquis con queso de buffala. Es curiosa la reacción de los medios ultras cuando ocurre un incidente de este tipo. Mientras en otros ambientes lo normal es llamar a los camareros para que resuelvan el incidente y llamen al orden al descarriado, en el ambiente ultra lo que se mide es la velocidad de respuesta y quién es el primero en enganchar al alborotador. En este caso, obviamente, fue el que estaba más próximo al núcleo del problema. La cosa distaba mucho de terminar ahí. El norteamericano, compungido –aunque tan borracho como antes- imploró a Gianfranco el poder terminar su cena y éste que, a fin de cuentas, era una persona sensible y comprensiva, lo devolvió a la mesa acompañándole con la mano derecha sobre el hombro. Era la señal de que estaba bajo su protección. Seguimos la cena y no pasaron ni dos minutos antes de que el norteamericano susurrara algo en el oído a Gianfranco para que éste lo agarrara del cuello y lo volviera a sacar del local con la novedad de que a cada zancada le propinaba un puñetazo en la cara en perfecta coordinacion. El americano llegó ante el pizaiolo, situado a la entrada, completamente hecho un guiñapo. Y es raro porque Gianfranco jamás nos quiso decir que le había susurrado al oído.

En el curso de esa cena se habló de todo. Relajados como estábamos, no respetamos la primera norma de la clandestinidad, acaso por que salvo los italianos ninguno de nosotros se encontraba en aquel momento en clandestinidad. Allí supe por Leda Minetti que Enzo Vinciguerra, “Enzino”, se había entregado a los carabinieri e iniciado la primera de sus tres cadenas perpetuas. Y en ello sigue treinta años después. Supe también que la policía había detenido a Alemany y a Tormo unas semanas antes a raíz de unos atracos cometidos por el grupo de exiliados italianos que habían quedado en España fuera de toda disciplina política. Si bien ambos fueron liberados tres días después y jamás fueron procesados, Alemany contó que su padre había tenido que deshacerse de dos ametralladoras Ingrams M-10 “Marietta” que tenía en depósito. Comentamos con Sixto Enrique también algunos detalles de lo ocurrido en Montejurra y sobre las últimas novedades políticas. Una velada, en fin, de camaradas, como cualquier otra, pero, eso sí, realizada en aquel lugar sorprendente de París.

En junio de 1980, cuando yo tuve que huir de España a causa de la redada posterior a las primeras detenciones en la manifestación contra el local de UCD en Barcelona, y, como ya he contado, me encontré casualmente a Alberto Viladot, el cual al día siguiente publicó en El Periódico un artículo cuyo subtítulo era “La policía busca a un abogado ultra de Barcelona”. Era evidente que Viladot había confundido al “dirigente del FNJ, abogado” (Graells) conmigo. Graells leyó el artículo y fue voluntariamente a declarara la Jefatura de Policía de Barcelona. Años después me dijo que lo había hecho acompañado por Eduardo Oriente, un camarada para realizar la asistencia como letrado. Lo dijo en el domicilio de otro camarada, Carlos Blasco, delante de otro, Mario Blanco y de nuestras esposas. No hace mucho –en realidad menos de quince días antes de escribir estas páginas- me enteré por el propio interesado que era falso: Eduardo jamás acompañó a Graells a la Jefatura en calidad de abogado.

Pocas horas después de su declaración, Alemany fue detenido y sometido a malostratos y torturas que, literalmente, hostia va, hostia viene, lo dejaron destrozado. Las dos “Mariettas” aparecieron, finalmente. No era raro que unos años después, un antiguo camarada, a la sazón funcionario de policía, me comentara que Graells estaba considerado como “informador”. Alemany se llevó, además de los palos, doce años de cárcel. Evitó la detención, huyendo y pasando diez años de clandestinidad hasta que la causa prescribió. El resto de la declaración de Graells ante la policía –repleta de inexactitudes, invenciones, detalles irrelevantes y tintas más cargadas que un café stretto- fue utilizada contra mí de manera irregular en el montaje urdido por el CESID en torno a mi implicación en el atentado contra la sinagoga de París…

Así era Graells. Con camaradas de este tipo no era raro que uno prefiriera la compañía de antiguos militantes de Bandera Roja como Viladot, cargos del PSUC como Vázquez Montalbán e incluso antiguos periodistas de estricta observancia antifascista como Xavier Vinader al que finalmente conocí al retorno de mi exilio. Lo dicho: “Camerata, camerata, fregatura asigurata”.

Quedaría por explicar por qué motivos Graells actuó así. Pero a decir verdad, se trata de algo casi irrelevante, mucho más jugoso sería explicar qué mecanismos mentales le llevaron del sindicalismo revolucionario del FSR a ser capaz de vestirse como general de opereta de los Reales Tercios cuarenta años después. Siempre he dicho que el doctor Freud se frotaría las manos si tuviera a Graells como cliente en la ansesala. La traición como el oportunismo siempre es atributo de lo humano demasiado humano. Pero esta es, como siempre, otra historia.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.