miércoles, 3 de junio de 2009

Flecos de una experiencia. (1ª parte). Detenido.

Lo he dejado casi para el final por muchos motivos, no porque tenga miedo al recuerdo, sino para pensar exacamente lo que iba a escribir. El 15 de febrero de 1983 después de casi tres años de clandestinidad y recorrer medio mundo fui detenido en Barcelona, pasé el 23 de febrero a la Audiencia Nacional y esa misma tarde ingresé en la prisión de máxima seguridad de Alcalá Meco. Un año después fui juzgado y condenado a dos años de prisión por “manifestación ilegal”. El 2 de septiembre de 1985 la sentencia fue confirmada e ingresé en la cárcel Modelo para salir a finales de octubre de 1986 en tercer grado. Debieron pasar unos meses más antes de que extinguiera completamente la condena. Este período es lo que se resume en las notas que siguen.

* * *


El primer problema a plantear es cómo diablos me localizó la policía en Barcelona. Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, estar “en busca y captura”, no representa que la policía te “busque” para “capturarte”, especialmente si uno no es un terrorista –y yo no lo era, repito: estaba buscado simplemente por una manifestación ilegal– en activo y no va asesinando gente con la misma velocidad con que cambia de calzoncillos. Estar en “busca y captura” supone que tu nombre está en una lista informatizada y que si apareces por un hotel, llenas la ficha, ésta llega a la policía, la introducen en el ordenador y da “marrón”; entonces, van y te detienen. O que, simplemente, pases por una frontera con tu nombre y tu pasaporte, lo comprueben y suene el “marrón”. O que vayas conduciendo y te paren por una infracción de tráfico o porque tienes un piloto apagado y, claro, “marrón”. Con el paso del tiempo, incluso los mismos policías que te buscan pueden dejar de seguir el asunto e incluso de pensar en tí –hay incluso mucha movilidad de funcionarios entre distintos grupos policiales y mucha movilidad provincial–, puedes cruzártelos por la calle y pensarán que ya estás normalizado. Yo no incurrí en ninguno de estos supuestos, por tanto, alguien me delató.

Había llegado de Sudamérica dispuesto a presentarme en la Audiencia Nacional en noviembre de 1982. Aproveché el tiempo para estar con mis mujer y mis dos hijos y recomponiendo notas e ideas. Pasé la frontera con un pasaporte boliviano a nombre de “Francisco José Aguilar Láinez” y con otro italiano en el forro de la maleta a nombre de “Antonio Tedeschi”, nacido en Milán y residente en Barcelona, que me serviría para moverme en España. No hubo ningún problema ni en el aeropuerto de salida ni en Barajas. Evité toda relación en Madrid con camaradas y amigos (tras la manifestación del Frente de la Juventud el 23-F de 1983 se había producido otra oleada de detenciones que liquidó prácticamente a la organización en Madrid) y llegué a Barcelona inmediatamente. Traía algunos libros que había comprado en diversos mercadillos de libros antiguos en Bogotá, Lima, Santa Cruz y La Paz, un ejemplar del diario El Mundo de Santa Cruz con las fotos realizadas en el aeropuerto de esa villa a los policía italianos del NOCS que habían asesinado a Pier Luigi Pagliai, y un disquete informático cuya custodia me habían encomendado (para un ordenador que no tenía).

El breve paso por Colombia había sido desagradable. Ya he contado que mi objetivo era alcanzar Venezuela donde me esperaban los camaradas, pero llevaba pasarpote boliviano sin visado para ese país, así que decidí desviarme a España en cuanto la persona que me acompañaba –un boliviano– desapareció sin dejar huellas. Simplemente, salió del hotel y no volvió a verlo nadie jamás. Entonces decidí deshacerme de la documentación que había llevado hasta ese momento y utilizar otra, inédita, que jamás había utilizado hasta entonces. Abandoné el hotel inmediatamente y me trasladé al Tequendama, el mejor hotel de la capital y, por tanto, el más seguro. Fui a retirar el billete a la oficina de Iberia situada en una gran avenida de la capital colombiana. Al salir, pude ver como unos autobuses, guaguas de morro potente y de interior abigarrado, paraban en doble y triple fila apenas a 15 metros de donde me encontraba. Me dio la impresión de que alguien descendía de un autobús y, bruscamente, desaparecía tapado por otro que había pasado delante de él. Intrigado, cruce la calle pensando que había sido víctima de un espejismo o que no tenía los sentidos suficientemente alerta. No, no me había equivocado: en el suelo, literalmente destrozado y encharcado en sangre, había un tipo andino que había resultado literalmente aplastado por la guagua. Intenté tomarle el pulso y reanimarlo, pero estaba muerto y bien muerto. Nadie, absolutamente nadie, le hacía caso. Intenté buscar a un policía pero bruscamente me di cuenta de mi situación de clandestino provisto de documentos falsos. Fue entonces cuando reparé que en los países andinos la vida no vale absolutamente nada y, por tanto, tampoco la muerte tiene mucho interés.

Hacía más de seis meses que no veía a mi familia, así que, como antes me había ocurrido, tuve que superar el amargo trago de que mis hijos no me reconocieran. Al cabo de una semana ya había normalizado mi vida en una guardilla y pasaba muchos días en el domicilio familiar al que llegaba y del que salía en horas extremas que facilitaban el que nadie del inmueble me viera y el poder chequear si ocurría algo anómalo en la calle. Tras los primeros días, a la vista de que todo era normal, relaje las medidas de seguridad y me puse en contacto con un par de camaradas de toda confianza, veteranos del FNJ y del Frente de la Juventud. Uno de ellos era Carlos Blasco, con quien trabajaba mi mujer en aquella empresa líder del sector de la reprografái en el primer tercio de los 80 que fue OFIMO. Se había separado y vivía en la calle Villarroel cerca del hospital Clínico de Barcelona. En varias ocasiones nos vimos y comentamos la marcha de los acontecimientos, hicimos algunos proyectos para reorganizar el Frente e incluso tuvimos el sentido del humor suficiente como para elaborar dos números de El Cadenazo, la antigua revista satírica del FNJ que ahora, junto con Mario Blanco, recuperábamos para mayor gloria del “descojono nacional”. En Navidad organizamos una fiesta para nuestros hijos y Mario, el otro camarada que conocía mi presencia en España, tuvo a bien disfrazarse de Papa Nöel, entrando incluso por la ventana tras haber permanecido media hora en el balcón y estando casi al punto de congelación. Eran los pequeños placeres que debían preceder a mi visita a la Audiencia Nacional.

Sin embargo, en una de aquellas fiestas hubo un problema inesperado. Blasco –que por entonces todavía creía en papa Nöel y en los Reyes Magos– se había empeñado en reconciliarnos a Graells y a mí. No había vuelto a ver a éste desde el día en que me marché del FNJ. Ignoraba en aquella época, la historieta de sus “cursillos particulares” impartidos a chicas del FNJ, pero tenía interés en saber exactamente lo que había declarado voluntariamente ante la policía en junio de 1980. Graells acudió con su novia, una tal Maita Díaz, hija de militares y cuyo hermano era también acababa de ser troquelado en la Academia Militar. Finalmente, Graells había hecho realidad su anhelo de rodearse de entorchados, galones y charreteras. A veces, cuando alguien logra su objetivo en la vida, se relaja y va por el camino de la normalidad. Otros no. Este era de los que no.

Le pregunté por la declaración voluntaria que realizó ante la policía en 1980. Me aseguró que la policía lo iba a detener y él simplemente se adelantó (aunque no supo explicarme el por qué). Le argumenté que no le iban a detener y que Albert Viladot, publicó un artículo en El Periódico en el que confundió su profesión de abogado y me la atribuyó a mí; todo era el error de un periodista despistado. Insistió en que le iban a detener en aquel momento de un momento a otro y que optó por adelantarse. Añadió además, mientras sus manos estaban absolutamente temblorosas como un flan sobre un tren de mercancías, que la prueba era que había ido a declarar acompañado por Eduardo Oriente. En aquel momento me dí cuenta de que no valía la pena insistir mucho en este asunto: o le partía la cabeza allí mismo o me olvidaba de la cuestión, a fin de cuentas Graells nunca había demostrado una valentía excesiva y siempre había logrado escaquearse de cualquier peripecia que implicara algún riesgo físico. Un cobardón, vaya. Así que era posible que al leer el artículo de Viladot, tomara la frase de “la policía busca a un conocido abogado ultra” (que el propio Viladot reconoció errónea) como una alusión a sí mismo y le hubiera dado el ataque de pánico y ansiedad. Sobre lo que hubiera dicho estaba más claro que el agua. Era lo que había publicado la prensa al airear mi falsa participación en el atentado de la rue Copernic. Pero, a fin de cuentas, no era el único que había hablado. Casi todos los detenidos en junio de 1980 experimentaron un inexplicable impulso a sincerarse con la policía y explicar todo lo que sabían, lo que suponían y lo que se imaginaban. Así que, en esto, tampoco había gran cosa a reprocharle. Y, finalmente, estaba la espinosa cuestión de que delante estaba su novia, mi mujer, las dos hijas de Blasco (de 5 y 7 años), los dos hijos míos (de 4 y 2 años), la compañera de Blasco y, para colmo, Mario con el “jo-jo-jo” y el disfraz ventripotente de Papa Nöel. No era cuestión de prolongar aquella situación violenta y hacerla extensible a todos los presentes.

No hará mucho supe que Graells jamás había estado acompañado por Eduardo Oriente. Jamás le pregunté, ni a Eduardo, ni a sus hermanos, algo sobre este asunto, dando por supuesto que éste había acudido en calidad de abogado a realizar una asistencia en comisaría a su cliente y, por tanto, preguntarle sobre el tema, hubiera supuesto vulnerar su obligación al secreto profesional. El problema era que Eduardo, no había acompañado a Graells en junio de 1980 por una sencilla razón: no era abogado, algo que yo había dado por supuesto. Y, en cuanto a su hermano, que luego, años después, acabó la carrera de Derecho, en 1980 estaba cumpliendo el servicio militar… ¿Por qué otra mentira y por qué citar a Eduardo? La explicación es más simple que el mecanismo de un botijo: Eduardo estaba casado con la hija de un conocido coronel de Estado Mayor responsable de la Sección de Estudios del Estado Mayor en Catalunya, este hecho, hacía que Graells le deparara una consideración especial pues, no en vano, sus entorchados y galones eran más rotundos. A la hora de agarrarse a un clavo ardiendo y para confirmar su versión de que “lo iban a detener” me citó a Eduardo que era como decir: “detrás está el ejército”, como protegido por él… lo que para él era garantía de que yo me creería la versión o al menos evitaría que le recordara delante de otros lo que era: un cobardón.

Pasaron unas semanas y Blasco, empeñado en su papel de buen samaritano, se empeñó en reconciliarnos para integrar a Graells en un proyecto que estábamos creando en ese momento: la idea de lo que luego sería Patria y Libertad. Blasco había decidido cambiar de casa y se empeñó en conocer mi opinión sobre su nueva vivienda. Había invitado también a Graells. A poco de verme me dijo una frase que no tomé en cuenta: “Me he encontrado a Simón y me ha preguntado por ti. Le he dicho que no te veía desde el 79”. Imaginé que era una simple mentira piadosa para intentar quedar bien. Simón no era otro que Alfonso Simón Viñao, subcomisario jefe entonces del IV Grupo de la Brigada Regional de Información y que hoy, ascendido ya a comisario recibió la consabida patada para arriba catapultado a alguna oficina de DNI de Navarra a raíz de sus actuaciones cuestionables en la jefatura de Barcelona.

Vimos el piso, luego fui a ver al abogado Celestino Chinchilla a quien no conocía y que me saludó calurosamente (si bien tres años antes se había preocupado, cuando yo estaba a 14.000 km de distancia, de responsabilizarme moralmente de las detenciones de 1980 al haber convocado la manifestación contra UCD extendiendo esta responsabilidad a mi mujer –que jamás participó en las actividades del Frente de la Juventud– presente en la reunión). Luego fui a encontrar a Albert Viladot para ver si me podía presentar a alguien de la redacción de Interviu para venderle los trabajos periodísticos que había realizado en Iberoamérica y, en contrapartida, me pedía que le oganizara una entrevista telefónica con Della Chiaie para que éste pudiera desmentir su participación en el rififí que había tenido lugar poco antes en un banco en la Costa del Sol y al que le vinculaba el amarillismo periodístico.

Cuando la policía me detuvo advertí sin dificultad que me habían empezado a seguir desde el momento en que encontré a Viladot, en la calle Calabria esquina Gran Vía. Incluso fueron capaces de recordarme que Viladot había tenido dificultades en arrancar la moto, pero no fueron capaces de explicarme como conectamos con Della Chiaie, por lo tanto Viladot –el muy querido y llorado Viladot al que aún le faltaban unos años para ser director del Avui– no podía ser el delator. Además, era evidente que la policía ignoraba que a las 12:00 de la mañana de ese mismo día me había encontrado con un norteamericano y un venezolano miembros de nuestra red, cuya detención resultaba mucho más “golosa” para la policía. Así pues, me habían localizado al salir de la oficina de Chinchilla (o eso pensaba yo). Para colmo, mientras duraron los interrogatorios, algunos policías, conscientes de que no iban a poder sacarme absolutamente ningún dato, se conformaban con hablar para impedir que me durmiera. Desde siempre he dormido muy poco y en aquella época llevaba ya varios años practicando yoga, uno de cuyos efectos secundarios es aprovechar más las horas de sueño por pocas que sean. Así que aproveché aquellas noches en las que me ponían delante de un funcionario con tan poco interés como yo en estar allí, para hablar de actualidad política, de formas de trabajo de la policía, e incluso en ganar alguna amistad de cara al futuro. Fue así como uno de ellos se sinceró conmigo: “Te ha delatado un abogado”. Inmediatamente pensé en Chinchilla, seguramente porque no lo había conocido hasta ese momento y también porque me resultaba absolutamente increíble que Graells hubiera podido realizar la bellaquería de marcarme a la policía el momento en el que se encontró con Blasco y conmigo.

Sin embargo, en Alcalá Meco aproveché para tomar algunos contactos y para analizar todos los datos obtenidos durante la detención. Algunas cosas empezaban a no encajar. Chinchilla no había tenido tiempo de avisar a la policía entre que salíamos de su oficina y llegábamos a la calle, no se había ausentado en ningún momento del despacho. Sabía que le iba a visitar Mario, pero no que le acompañaría yo. Por tanto, Chinchilla tampoco podía ser “el abogado” que me había delatado. No había muchos más...

Por otra parte, Mario mismo había resultado detenido conmigo, pero, sin embargo, Carlos Blasco no, cuando, en realidad, era mucho más posible que éste hubiera resultado detenido. En efecto, a partir de principios de febrero la policía empezó a seguirme. En cierta ocasión, yendo por la noche a la casa de Blasco, portando un pesado macuto en el que llevaba unos prismáticos, un transformador y un taladro, había tenido la sensación de que alguien me seguía. Efectivamente, me seguían, pero la persona que lo hacía en ese momento, tuvo la habilidad de cortar el seguimiento (seguramente le debió sustituir otra persona en coche), si bien por la dirección que había tomado, era evidente que me dirigía a casa de Carlos Blasco. Y si era así, era seguro que aque policía o cualquier otro me estarían esperando cuando saliera de la casa a eso de las 2:00 de la madrugada, para reanudar el seguimiento. Y salí sin el macuto. La policía tenía todo el derecho del mundo a pensar que en esa bolsa se escondía una ametralladora Ingram M-10 “Marietta” que buscaban –y que por algún motivo se empeñaban en que la tenía yo– y otras armas cortas. Sabían, así mismo, que frecuentaba la casa de Blasco (a diferencia de la de Mario en donde jamás estuve), con lo que era más que posible que éste fuera detenido. Sin embargo, ni siquiera fue molestado y apenas lo mencionaron en los interrogatorios. Así pues, alguien debía de haber “protegido” a Blasco, indicando a la policía que el contenido del macuto era inocuo y que Blasco no guardaba absolutamente nada de interés para la policía (en realidad me guardaba los juegos de documentos falsos, los sellos para falsificar pasaportes, los troqueles, el disquete informático que había traído de Sudamérica y algunos documentos). La única persona cuyo testimonio tenía fuerza y convicción suficiente para despejar las dudas que pudiera tener la policía sobre Blasco, solamente las podía disipar la persona que me había delatado.

Por si todo esto fuera poco, años después, uno de los policías que me interrogó y con el que establecí vínculos posteriores de amistad me confirmó que la delación había venido directamente de Graells y, que él lo sabía justo porque se lo había dicho el jefe del grupo, Alfonso Simón Viñao. Y no solamente, eso, sino que en su ficha personal depositada en el IVº Grupo, él y otras dos personas del FNJ estaban consideradas como “colaboradores”. En otras palabras, “membrillos” o “confites”.

La detención demostró como trabajaba el IVº Grupo de la Brigada Regional de Información en aquella época: un estilo de trabajo de la que poco después, los propios miembros del grupo que se sucedieron en el tiempo, abominaron. Era ese estilo de trabajo que tanto gusta en las autoridades de Interior y que da grandes titulares que mas tarde se deshinchan y luego se olvidan. Las historias de aquella época del IVº Grupo serían suficientes para llenar un libro. La mía es solamente una más, paradigmática en tanto que representativa.

Quince días antes de nuestra detención, la prensa publicó que un grupo de extrema-derecha había agredido a un estudiante de económicas y le había grabado una cruz céltica en la frente. Era posible que, efectivamente, existiera algún grupo ultraviolento que hubiera cometido esa acción. Raro, pero posible. Lo que ya no era tan posible es que, a partir de esta agresión, la policía pidiera al juez autorización para intervenir precisamente los teléfonos (que previamente ya tenían intervenidos) de media docena de militantes ultras, solo uno de los cuales, Mario Blanco, tenía relación conmigo. Por supuesto, todos eran completamente ajenos a la agresión. Uno de estos militantes había vendido a otro la pistola de su abuelo… con lo cual había un arma… esto dio a la policía la excusa buscada para que lo mío no fuera una detención normal, sino que se me pudiera aplicar la ley antiterrorista al existir “arma” y “grupo”, esto es “banda armada”. La “banda” estaba formada por el que había comprado el arma, el que se la había vendido, el que había hecho de intermediario, y, finalmente, el que los conocía a todos ellos y tenía contacto conmigo, Mario Blanco. Por lo tanto, yo también estaba incluido en esta "banda". De no haber sido por éste arma –que evidentemente no tenía ninguna relación conmigo– mi detención hubiera sido “normal” y ni siquiera habría pasado por la Audiencia Nacional (la cual se inhibió luego en favor de la Audiencia Provincial). Como no existía ningún rastro de hecho delictivo, como no existía arma alguna, como no existía "grupo armado" que realizara actividades terroristas, alguien, simplemente, lo montó artificialmente –y no es difícil suponer quién– con la agresión a aquel chaval al que le grabaron, tatuaron o pintaron una cruz céltica en la frente. Al existir una sospecha de “atentado” y de “arma” ya se me podía aplicar la ley antiterrorista y retenerme hasta 12 días, el tiempo que la policía esperaba que sería suficiente para que aparecieran armas, tramas negras, relaciones internacionales y llevara a la detención de otras figuras del “terrorismo negro internacional”, además de aclararse atentados anti-ETA que, por algún motivo, tenían tendencia a pensar que yo estaba implicado… a través, precisamente, del teniente coronel Segura, cuyos hijos habían militado en el FNJ y que, para colmo, en excedencia del servicio, era el director general de OFIMO, la empresa en la que tabajaba mi esposa.

Así pues, Alfonso Simón Viñao se creía en ese momento con el ascenso a comisario al alcance de la mano. En lugar de ello, entre éste y otros errores (por llamarlos de alguna manera) cometidos en la desarticulación de células del GRAPO y del comando de ETA responsable del atentado a Hipercor (que, por cierto, vivía en la misma manzana del Eixample que yo y, mira por donde, al que le encontraron una de las buscadas "mariettas") terminó eyectado hacia Navarra como sanción. Algunos buscadores del estrellato, salen estrellados.

Así pues, el 15 de febrero mi mujer se fue a trabajar y yo me quedé en la cama. Al cabo de 45 segundos oí que el ascensor llegaba otra vez al rellano, se oyeron demasiados pasos… así pues, estaba claro que la policía me había localizado y estaba a punto de detenerme. Utilizaron a mi mujer como escudo tras la que aparecíeron dos o tres, o quizás cuatro, cañones de pistolas. Me detuvieron y procedieron a un registro que duró hora y media y en el que nada encontraron. Tuve que decirle a uno de ellos que se abstuviera de llevarse cuatro velas unidas con una banda que ponía “Peligro TNT” o se reirían de él en el juzgado. Se llevaron una agenda de 1977 con algunas decenas de teléfonos y poco más.

Poco después empezaron los interrogatorios. Bueno, a fin de cuentas, la cosa no era grave: una simple manifestación. Sobre la pistola ocupada a los chicos del Frente de la Juventud era algo que a mí no me competía y era fácil demostrarlo: ninguno de ellos había tenido relación conmigo y, salvo a uno, al resto ni los conocía. Por otra parte, era evidente que estos chicos iban de acompañamiento y mera coreografía y su presencia solo estaba justificada para meternos a todos en el mismo saco y que se me aplicara la “ley antiterrorista”.

No habían aparecido las esperadas armas en mi domicilio, así que se trataba de encontrarlas. Y además, se trataba de que describiera mis andanzas en aquellos últimos tres años para llevar a cabo la detención de Della Chiaie concretamente y podérsela servir a la policía italiana. Por algún motivo –seguramente alguna confidencia imaginativa del “confite” de turno– la policía tenía la convicción de que Delle Chiaie estaba en España… o quizás fuera por que, al leer la entrevista que le había realizado Viladot, pensaron que la había realizado directamente. Además, no terminaban de entender cómo era posible que, estando mi teléfono intervenido, y no existiendo teléfonos móviles, jamás hubieran podido intervenir ninguna conversación con Delle Chiaie o con cualquier otro. La explicación que entonces no dí a la policía, la doy ahora: era extremadamente simple subir al terrado del edificio donde me encontraba (con apenas tres vecinos), abrir la caja de empalmes de telefónica, buscar el teléfono que correspondía a la cabina telefónica más próxima, desconectarla y conectar un teléfono con dos dientes de dragón. La llamada, no solamente era ilocalizable, sino gratuita. Así había hablado durante los últimos meses con los camaradas que se encontraban en cualquier parte del mundo. Disponía en aquella época de material procedente de un cajón de telefónica cuyo contenido me habían pasado unos camaradas, así que no me resultaba muy difícil hablar en cualquier situación, en cualquier momento, sin posibilidades de ser localizado.

Me sorprendió el enfoque inicial que dio Alfonso Simón Viñao al interrogatorio: ¿cómo diablos se le ocurría preguntarme por los atentados anti-ETA? Seguramente por el rumor que había circulado de que yo estaba en posesión de una Ingram M-10. ¿Era eso todo o el “confite” había añadido algún dato imaginativo para acrecentar el interés de la policía sobre mí? Lo ignoro aunque tengo una teoría: Graells odiaba en ese momento a alguien más que a mí; era a la mujer y le había dado un “curso privado”, que acarreó el que la chica se separa de los restos del FNJ, bastaba saber con quien estaba emparentado la chica para que todo lo que le habían contado al pobre Simón Voñao fuera una simple paranoia que tomó como cierta.

El caso es que en la primera tarde todo giró en torno al tema que menos me esperaba: “Te han abandonado. Los patrones que te contrataron te han dejado tirado. Va siendo hora de que nos digas sus nombres y te salves tú. Tú no nos interesas, lo que nos interesan son los militares que te han embarcado en las operaciones anti-ETA…”. El enfoque me parecía enormemente interesante, porque todos los caminos por ahí, iban en vía muerta. Así que opté por hacerme el compungido, poner cara de novia traicionada, mostrarme progresivamente hundido, abatido y derrotado, contestar con sonidos gutu-nasales que parecían indicarles a Simón y a sus boys que aquello iba en dirección prometedora. Era una forma de ganar tiempo: se trataba de ganar una semana, hora a hora, minuto a minuto. Al cabo de cuatro horas de estos devaneos era evidente que la cosa por ahí no podía extenderse mucho más. Así que aproveché para pedir ir al lavabo, después de tocarme varias veces el estómago y simular arcadas. Creyeron que estaba muy afectado por haber sido “abandonado” por los que me habían contratado y que tenía náuseas. Aproveché para deshacerme de un pequeño papel con teléfonos realmente importantes que llevaba en el pantalón y para echar una meaica que nunca viene mal en estos tragos. Al retornar, cuando el policía machaca se puso a tomarme la declaración y anotar todas las respuestas a las preguntas de Alfonso Simón Viñao, mi primera respuesta a la primera pregunta (que ni recuerdo) con una sonrisa de oreja a oreja fue “No tengo nada que decir”. Esa frase se convirtió en mi muletilla a lo largo de los ocho días siguientes. “No tengo nada que decir”, que equivalía a decir: “No me váis a sacar ni un solo dato de interés que no tenga que ver con la manifestación contra UCD”.

No tengo demasiado claro si fue por ineptitud (que es poco posible) de Simón Viñao que orientó desde el principio mal en interrogatorio, o si fue por los “adornos del confite” (lo que es muy probable), el caso fue que esa misma tarde, el jefe superior de policía de Barcelona llamó al Ministro del Interior recién estrenado para comunicarle que se había producido la detención de “un grupo vinculado con el terrorismo internacional y que se esperaba en breve esclarecer atentados que han tenido lugar en toda Europa”.

La persona que me contó esta versión con todos los detalles, fue Carlos Yarnoz que, entonces era redactor de “nacional”, en El País, luego pasó a la crónica de temas militares y actualmente ocupa la subdirección del diario de PRISA. Yarnoz vino a excusarse por lo publicado –y, supongo que, de paso, a conocerme- por El País en los días siguientes a mi detención. Pasados tres días, les resultó claro que les habían “metido un gol”, pero, ya se sabe que las rectificaciones a informaciones publicadas o no se hacen o se hacen en página interior izquierda, en la primera columna y en la parte baja, es decir, en donde nadie lo lee. Así que hallándome en Alcalá-Meco me vino a visitar para darme sus excusas y, de paso, datos sobre cómo se había originado la información. Barrionuevo, ignorante como era de todo lo que tenía que ver con la gestión racional de un ministerio, e incluso de las técnicas de magnificar hasta la más simple detención, picó y al acabar el consejo de ministros de los martes dio rueda de prensa en la que nos presentaba como “peligrosos terroristas internacionales” explicando lo que le había dicho el jefe de policía de Barcelona que, a su vez, era lo que le había dicho el jefe del IV Grupo Alfonso Simón Viñao… el cual, a su vez, sin duda, creyó lo que el confite que me había delatado le dijo. Una cadena que iba de la incompetencia en la cúspide, a la cobardía y el odio en el origen.

Por la tarde, acabada la jornada laboral, empezaron los malos tratos. Llamarlo tortura sería lo propio de algún militante de ETA o de Terra Lliure al que no le han servido el bocata a las 20:00 horas. o sopa fría a las 21:00. Malos tratos o torturas, para mí eran, simplemente, “pruebas”. Veríamos a ver quien ganaba. Tengo los nombres de los policías que mayor protagonismo tuvieron en los malos tratos de los que fui objeto. Sé que siguieron en el grupo unos años más, que eran amigos entrañables, incluso salían juntos y se les veía en los veranos tomando copas en chiringuitos de Arenys, se que terminaron peleándose a causa de una rubia, policía también y miembro del grupo, e incluso sabía sus direcciones en la época. No creo que hayan hecho mucha carrera en el cuerpo, así que imagino que bastantes problemas deben tener y, lo pasado, pasado está. Ellos, a fin de cuentas cumplían con la lógica que su trabajo y su ambición les imponía en la época, aunque ese “Dharma” implicara inflarme a hostias. Me llamó la atención que en los malos tratos participó un número limitado de policías. Salvo cuando, en los últimos días, me aplicaron la técnica –poco sofisticada, por cierto– de la bolsa de plástico envolviendo la cabeza, algo que no dejaba signos externos, en el resto de malos tratos salvo Simón y estos dos subordinados no había nadie. Era evidente que en la transición algo había cambiado. El resto de grupos policiales ya había abandonado la práctica de malos tratos al que recurrían con facilidad durante el franquismo. Además, nadie podía evitar que, en un cuerpo en el que los ascensos, implican pasar por delante de otros compañeros, realizar codazos y asumir rivalidades y dar y recibir golpes bajos, alguien denunciara malos tratos y hubieran sanciones. Cuando Barrionuevo llevaba cien días de ministro del interior, el trío del IVº Grupo seguía basando sus ascensos futuros en malos tratos presentes. Así pues, los malos tratos solamente los practicaba un número muy limitado de policías y sólo cuando los otros habían acabado su jornada laboral.

Me sentaron y tras repetirles una vez más el estribillo de que “No tengo nada que decir”, simplemente recibí un puñetazo en el esternón y luego un estrangulamiento de la garganta. Entonces supe que la cosa iba a ser dura, pero también estas situaciones siempre generan experiencias nuevas y son, en cualquier caso, pruebas que te pone por delante la vida: o te derrumbas o las superas. El puñetazo y la estrangulación tienen unos curiosos efectos: la vista hay un momento en que falla, se ve solamente un negro más negro que el negro, pero el sentido del sonido se experimenta con singular agudeza. No se experimenta dolor, sino tan solo una alteración de la percepción y la sensación de inmenso vacío. Basta con concentrarse en ese vacío para superar el trance sin problemas. Luego me mostraron una porra flexible, de la que ironizaron diciendo que se la habían ocupado a algún camarada. Recibí unos cuantos golpes en la planta de los pies que, efectivamente, dolieron lo suyo, aunque en ese tiempo llevaba ya dos años haciendo yoga y era posible atenuar ese dolor simplemente concentrando toda la atención en un solo punto del cuerpo (el espacio situado bajo los orificios nasales y sobre el labio superior). Los pies se me hincharon como un globo e incluso cuando ocho días después revisó mi estado el médico de la Audiencia Nacional todavía quedaba un pequeño derrame interno de sangre y algo de hinchazón.

Con los pies del tamaño de neumáticos, y con experiencias sensoriales casi alucinógenas, el caso es que yo seguía con el “No tengo nada que decir” y de ahí no había forma de sacarme. En los días siguientes siguieron este tipo de tratamientos, hasta que, en última instancia, a la vista de que el último día estábamos como en el primero y Barrionuevo empezaba a pensar que lo suyo, por mucha cara de represor que tuviera, no era estar al frente del Ministerio, optaron por aplicarme durante toda una mañana la bolsa de plástico en la cabeza en distintas fases. Si se hubieran molestado en analizar los libros de mi biblioteca, no les hubiera costado trabajo encontrar varios textos clásicos que demostraban mi interé en el yoga: los yogasutras de Patanjali, el incomparable libro de Mircea Eliade sobre los distintos yoyas, el de Arthur Avalon y los textos de Evola sobre el Yoga tántrico y el canon budista palí. Les hubiera bastado preguntarme si practicaba yoga para entender que estos jueguecitos con bolsas de plásticos les iban a aburrir mucho más a ellos mientras que para mí era una forma de ganar tiempo. Con no perder los nervios dentro de la bolsa, retener el máximo de tiempo posible el aire en los pulmones e irlo expulsando lentamente, era cierto que al cabo de entre 10 y 15 minutos la concentración de CO2 dentro de la bolsa era excesiva y tendía al desmayo. Entonces, ellos se ponían más nerviosos que el que suscribe, te quitaban la bolsa de la cabeza, no fuera a ser que el ahogo se transformara en ambolia, y vuelta a empezar. Aquello empezaba a ser casi un chiste, en lugar de un repertorio de artes inquisitoriales.

Desde el primer momento supe que aquello iba a ser una lucha y estaba claro que yo no iba a perder. Estaba mentalmente preparado para afrontar esa situación. Era muy fácil para mí –como años después comentó el único policía que utilizaba técnicas más sofisticadas en los interrogatorios- “agarrarme a un clavo ardiendo”. Ese clavo era una frase mil veces repetida: “No tengo nada que decir”. El papel de este policía era curioso: observaba mis reacciones ante las preguntas, se fijaba en los momentos en los que repetía la muletilla y en aquellos otros en los que daba cuerda a los interrogadores con cuestiones absolutamente secundarias. Se fijaba, analizaba y deducía. A pesar de que era de los más jóvenes de la plantilla, le tenía verdadero pánico: era el único que, simplemente, por pura deducción lógica sabía –y repito, sabía– donde estaba lo que sus compañeros buscaban, qué había ocurrido y en qué momento. El problema es que sus superiores jerárquicos no le hacían ni caso, preferían esa rueda ridícula y tópica de media docena de policías rodeándote y gritándote: “Lo sabemos todo”, “Confiesa cabrón o te damos de hostias”, “Dilo todo y te salvamos” y así sucesivamente… en estas situaciones aquel policía quedaba sumergido y silenciado por el coro de Euménides propias de tragedia griega que apagaban su voz y desconsideraban su buen criterio. Eso implica que no hace falta dar más hostias que lentejas a un detenido para llegar al fondo de la cuestión...

El problema para Alfonso Simón Viñao era que había levantado tantas expectativas en Barrionuevo que cada vez se sentía más presionado: ni aparecían armas, ni terroristas internacionales solo existentes en su imaginación (y en la confidencia de su “confite”), ni por aparecer aparecía una declaración firmada por mí. Su cabreo iba creciendo especialmente cuando me preguntó cómo enmascaraba los teléfonos y se lo enseñé: bastaba con restar un número concreta a cada teléfono para llegar al número auténtico. Se lo enseñé con el único teléfono con el que había operado ese procedimiento. Luego se dedicó a restar ese mismo número en los 200 teléfonos restantes… llegando a la conclusión que ni uno sólo de ellos daba una cifra correcta. Con eso gané otras horas y la satisfacción de verlo más cabreado que un cartero buscando el Barrio Sésamo.

Durante la detención me mostraron un diario: la noticia de nuestra detención salía en primera página. Y era evidente que toda la información había salido del IVº Grupo. Era otro motivo para no decir ni una palabra: cualquier cosa que dijera al día siguiente aparecería publicada en la prensa. Era otro argumento más para reforzarme en mi silencio. Se lo tuve que explicar unos días después a Garzón: “No he declarado nada, en primer lugar porque el IVº Grupo dio informaciones falsas y aventuradas sobre mi detención y en segundo lugar porque no me lo preguntaron correctamente”. Denuncié los malos tratos en mi declaración ante el juez y fui sometido a examen médico en los calabozos de la Audiencia Nacional que certificaron hinchazón en pies, un pequeño derrame en la planta del pie izquierdo y una señal de haber recibido golpes en el cráneo, bajo el cabello.

Durante mi detención, en un momento dado pude hablar con un detenido común que iba a ser puesto en libertad a las pocas horas, así que le pedí que pusiera en conocimiento del President del Parlament de Catalunya que en esos momentos estaba siendo objeto de malos tratos sistematizados. El Parlament había creado una comisión de derechos humanos que seguía este tipo de actuaciones policiales, así que era una posibilidad de encontrar una ayuda exterior. Si lo hizo o no, lo ignoro porque nunca jamás volví a verlo. Al salir de Alcalá-Meco envié un escrito a esa misma Comisión de Derechos Humanos del Parlament de Catalunya para poner en su conocimiento estos hechos, presidida por una diputada del PSUC. La respuesta fue entre ridícula y decepcionante: “nombre un abogado”… Le respondí que no necesitaba abogado, que yo me había limitado a recordarles que a 100 días del inicio del gobierno socialista, “su policía” me había hecho objeto de malos tratos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Para colmo, la Audiencia Nacional se inhibió del caso –como era lógico– y lo remitió a la Audiencia Provincial… perdiéndose en el camino todo el sumario, incluido el certificado médico de la Audiencia Nacional. ¿Casualidad, incapacidad o conspiración? A mí me daba absolutamente sin cuidado: había ganado yo. No me habían sacado ningún dato, Simón Viñao había hecho quedar a Barrionuevo como el inepto que era, aquel que, luego, durante todo el episodio de los GAL se demostró que ni siquiera era capaz de cumplir satisfactoriamente una orden del “Señor X”. No habían encontrado absolutamente nada de lo que buscaban. Blasco, a todo esto, el primer día de mi detención, había cogido todas mis documentos, una barca en la playa de Mataró y lo había arrojado todo mar adentro…

En las últimas horas de mi detención me interrogó el Jefe Superior de policía de Barcelona. Todavía no sé por qué, ni para qué, ni lo que pensaba obtener. Si sus alegres muchachos no habían obtenido nada por las malas, sus trucos psicológicos estuvieron a punto de causarme alguna que otra cartajada: “Muchacho, te han abandonado… ahora estás a punto de dejar atrás un abismo y dudas a la hora de dar el salto, pero yo, desde aquí puedo ayudarte”. Le agradecí tanta deferencia pero le revalidé que, mira por donde, “No tengo nada que decir”.

Nos llevaron a Madrid en diferentes vehículos, como siempre exagerando las medidas de seguridad. En el primero tres policías me acompañaban en un turismo, manteniéndome esposado. En el segundo iba Rafael Tormo, detenido en Valencia por la busca y captura de 1980. El tercero era un furgón en el que estaban literalmente tirados, Mario y los chavales del Frente de la Juventud, alguno de los cuales no me perdonó jamás el que me llevaran a Madrid en turismo, sin resignarse a su papel de actor secundario, sino de atrezzo para la operación policial. Creo recordar incluso que hubo un segundo furgón con números de la policía nacional no fuera a ser que alguien interceptara el convoy y nos liberara…

De Francia llegaron los mismos inspectores que me habían interrogado por la muerte de Jacques Mesrine, atraídos por el hecho de que pudiera descubrirse alguna vinculación mía con el Líbano. Al parecer la policía española les había informado de que existían datos sobre mi presencia en aquel país en el valle de la Bekaa durante el cerco de la ciudad cristiana de Zahale en noviembre-diciembre de 1980. Ya me conocían de Francia así que sabían perfectamente cuál iba a ser mi respuesta, la misma que les había dado entonces en francés macarrónico: “Moi, je n’ai pas autorisation pour parler sur ça”. Era lo esperado, así que aprovechamos para comentar cuatro cosas de cómo seguía París, se quedaron un día más haciendo como que revisaban todo el expediente e intercambiaban datos sobre mí en su poder y de nuevo para la Ciudad de la Luz.

El viaje a Madrid fue tortuoso. A eso de las 3:00 de la madrugada llegamos al cuartel de la Policía Nacional en Zaragoza, creo recordar que comimos algo. Tormo aprovechó para telefonear a su compañera y no dudó en irse a una cabina de teléfono próxima y volver con espanto de los policías que aparentemente tenían que custodiarlo. Luego prosiguió la marcha hasta un bar de carretera en donde desayunamos. Aproveché para tomarme dos cervezas pagadas por el Estado, un verdadero placer después de ocho días en los que yo mismo terminé harto de la muletilla de “No tengo nada que decir” y los otros más aburridos aún.

En el calabozo de la Audiencia Nacional éramos los únicos usuarios, así que pudimos deleitarnos con las miserias del lugar. Había polvo pegajoso en las paredes y podían leerse algunas inscripciones realizadas por los militantes del Frente de la Juventud, detenidos en enero de 1981. Eran visibles incluso sus nombres. Una de ellas era particularmente evocadora: “Aguanta camarada”, la firma de “Lupe”, otra camarada del Frente. Como ya he dicho, fui interrogado por un juez joven con pinta de entre guay y julay que luego resultó ser Baltasar Garzón. No tuve el más mínimo inconveninte en responder a todas sus preguntas, ni él el más mínimo problema en enviarme a Alcalá-Meco: “A la vista de su declaración, éste juzgado no tiene ningún cargo contra usted por lo que debería ponerlo en libertad, sin embargo, existe una requisitoria de un juzgado de Barcelona, así que le trasladamos todo el expediente para juzgue lo que estime oportuno”. Y a Meco.

En el furgón, los Guardias Civiles estaban extremadamente joviales:

- Así que mataís etarras…
- Que no hombre, que no, que eso es lo que decía la policía de Barcelona, que no vamos de ese palo.
- Ya, ya, claro… bueno en Meco hay 300 etarras presos, a ver si matáis a algunos.
- Muy bonito, hombre, pues dame tu metralleta…
- Nooo, con mi metralleta no…
- Pues los matas tú, tío listo.

En aquel momento no sé si lo peor era la compañía o saber que iba a estar una temporada en Meco. El aspecto de Meco era casi de complejo aséptico más próximo de la imagen que uno tiene de un hospital que de una cárcel tradicional. Al llegar, nos encerraron en una especie de jaula, aislados de todos donde permanecimos seis horas. Se nos ocurrió que teníamos que ir de duros o los presos comunes se nos comerían. Hay que reconocer que en aquel momento carecía por completo de experiencia carcelaria en España y los tres o cuatro días que pasé en La Modelo en 1974 no eran una muestra significativa. Se nos ocurrió que teníamos que entrevistarnos con el “jefe” de todo aquello. Habíamos visto demasiadas películas así que llamamos a un funcionario y le dijimos que nos queríamos entrevistar con “el alcaide”… El carcelero nos miró con aire entre perplejo e irónico: “¿Con que “el alcaide”, eh? Así que vais de chulos…”. Aquello no empezaba bien y solamente un par de días después no nos enteramos que en la galaxia penitenciaria española la figura del “alcaide” es inexistente, apenas un nombre traído por las películas americanas sobre Alcatráz, San Quintín o la Isla del Diablo; la identidad penitenciaria española hace del “big boss” de la cárcel simplemente la figura aséptica y sin el encanto propio del género negro del “director”.

Por la mañana del día siguiente nos trasladaron al módulo de recién llegados. Allí había algunos presos de confianza y otros que estaban aislados del resto por los más variopintos motivos. Después de comer nos sentamos en una mesa. Acto seguido se nos sentó al lado un tipo de aspecto inquietante, sembrado de tatuajes. El tipo empezó a sacar papel para escribir y, dado que era más sutil que una piedra pómez, nos colocó casi en las narices y para que pudiéramos verlo, una de aquellos tarjetones que Tejero utilizaba en su encierro para agradecer alguna carta de apoyo. Así que el fulano nos estaba enviando un "mensaje" a ver si lo recogíamos. Resultó ser un antiguo guardia civil expulsado del cuerpo y que se movía por los ambientes más mangantones del choriceo barcelonés, lo que no era obstáculo para que tuviera siempre en mente que había sido “hijo del cuerpo” y que allí donde había un guardia civil allí estaban los suyos. En realidad, el muchacho estaba como las maracas de machín y, en sí mismo, era la muestra de los destrozos que pueden suceder por consumo de estupefacientes a destajo.

Otro tipo curioso que se me pegó como una lapa era un vasco gigantesco que había viajado por todo el mundo en su calidad de ladrón cosmopolita. Había robado en Francia, Suiza, Alemania, Argentina y Brasil y conocido los sistemas penitenciarios locales de los que glosaba el francés con singular entusiasmo conviniendo conmigo que lo mejor eran los petit suiss y los pomelos que daban de postre dos veces a la semana. De todas formas lo suyo era el penal del Dueso. Decía que a él lo que le gustaba era “pisar la tierra” y que en esto el Dueso era un paraíso. Y allí estaba yo, sin que estas conversaciones me importaran un higo, intentando ir de tipo duro. A Tormo lo pusieron en libertad al segundo día y me hice la idea de que aquello, a la vista de la limpieza de las celdas unipersonales recién construidas (con calefacción, espejos y pica para afeitarse, armario y cama con la dureza aconsejable) debía tomármelo como unas vacaciones.

Además tenía todavía el brazo derecho lesionado. A principios de enero me había roto el codo y cuando me detuvo la policía, a pesar de que ya me había quitado la escayola, la herida ni siquiera estaba cerrada. Argumenté este problema para pedir supositorios contra el dolor que jamás me introduje y que mantuve siempre en los bolsillos durante mi estancia en jefatura. Si la cosa se ponía mal y los interrogatorios se ponían muy duros, siempre quedaba la opción de comérmelos todos de golpe y de ahí a un lavado de estómago y a un día de observación, como alternativas para ganar tiempo. Afortunadamente no tuve que llegar a algo tan sumamente repugnante como era comerme un supositorio. En Meco, jugando al baloncesto, aproveché para recuperar la movilidad del brazo que solamente perdió potencia a causa de la extracción de la mitad de la cabeza del radio que se me había quedado en la peripecia.

Recibí unas cuantas visitas: Pepe Las Heras que asumió mi defensa y se preocupó de todos los trámites logrando estar fuera de la cárcel dos meses y medio después. El juez Felice Casson, de Venecia que estaba investigando algunas tramas negras y con el que tuve una agradable conversación en italiano, ayudándole en todo lo que me preguntó en la medida de mis conocimientos a la hora de liberar a mis camaradas de las injustas acusaciones que se habían realizado contra ellos y poniendo especial énfasis en explicarle lo que había ocurrido en Bolivia y en qué circunstancias el NOCS había asesinado al súbdito italiano Pier Luigi Pagliai. Como ya he dicho, me vino a ver también Carlos Yarmoz. Recibí también cartas de muchos camaradas que, finalmente, habían conseguido localizarme después de los años de clandestinidad, aunque fuera en las celdas de Alcalá Meco. La vida en la cárcel era una curiosa mezcla de aburrimiento y sorprensa constante…

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

El camarada chivato (y 2ª Parte)

Estaba en la cárcel y apenas me quedaban unos meses para purgar mi condena. Aclimatado al hacinamiento de la prisión, trabajaba en las oficinas y la falta de vicios, así como el aprecio general del resto de convecinos y galeotes que hacía que necesitara poco, posibilitó el que incluso pudiera sacar algunos dineros para regalar una bicicleta a mi hijo mayor y sufragar algún gasto del hogar. Además, la Prisión Modelo de Barcelona estaba a menos de 300 metros del hogar en el que me había críado y ante la que había pasado tantas veces. Leía, respondía al correo y estudiaba. Y si para colmo me traían la comida, el desayuno y la cena, aquello era un mundo feliz excluyendo alguna compañía inoportuna y algún funcionario inepto. El único problema era que el “equipo de clasificación y tratamiento” estaba dispuesto a mantenerme el máximo de tiempo posible entre rejas. Para mí había la reducción mínima por estudios y trabajo, ningún otro beneficio penitenciario se me concedió, ni siquiera –oh maravilla de maravillas- el tiempo que había permanecido en prisión preventiva. Todas las instancias que escribí se estrellaron en el silencio administrativo o en las respuestas surrealistas que prodiga una administración que destila desgana por los poros. Por negarme, me negaron sistemáticamente el disponer de una máquina de escribir.

Doña Pilar Pato Ramillete, jefa de clasificación y tratamiento de la Cárcel Modelo, me indicó que no merecía el tercer grado porque "no ofrecía garantías de reinserción". Si tenemos en cuenta que yo estaba cumpliendo dos años de cárcel por participación en manifestación ilegal, que tenía "estabilidad familiar", trabajo fijo fuera de la cárcel y que mi comportamiento dentro en el curso del encierro había sido correcto, ningún jurista entenderá el porqué de esa actitud. Se entenderá mucho mejor si se tiene en cuenta que a mitad de mi estancia debió llegarme la propuesta de salir al día siguiente si estaba dispuesto a participar en la actividad de los GAL. Quien originó la propuesta sabía que yo había conocido superficialmente a Jean Pierre Cherid y, por tanto, dedujo que estaría dispuesto a participar en atentados anti-ETA. Y, además, en eso iba mi libertad a la voz de ya. La propuesta chocó ante el más absoluto desinterés. Estas historias terminan mal y, por lo demás, yo estaba más que reinsertado y jurando por el niño Jesús y mucho más por Pallas Athenea que jamás de los jamases me implicaría en trabajos con las alcantarillas que, por otra parte, ya se sabía como iban a terminar.

Cherid había terminado peor que mal. Después de que su red informara de un piso en el que se reunía la cúpula de ETA, próxima a la vía del ferrocarril, él mismo planificó el atentado que debía de acabar de una sola tacada con la trupe de criminales con txapela. Cuando abandonaban el local, pasaban bajo la vía del tren por un pequeño túnel. Bastaba colocar allí un artefacto explosivo para darles de su propia medicina. Seguramente ni uno hubiera sobrevivido y solamente –como con cualquier otro asesinado por los GAL, dejémonos de fingimientos políticamente correctos- sus familiares más directos, sus compañeros de chiquiteo y algún votante de HB, les hubiera llorado. La sociedad española procuraba mirar a otro lado ante estos muertos de los que seguramente nadie se hubiera preocupado mucho de no ser como forma de acribillar al felipismo. Le dieron la bomba a Cherid, el cual acompañado por un argentino y por otra persona de nacionalidad centroeuropea, fueron a colocarla. Cherid, antiguo miembro de la OAS, ex mercenario en mil batallas, habitual del plástico y de la Goma, inexplicablemente, falleció cuando colocaba la pila del artefacto. El centroeuropeo vigilaba de lejos y el argentino, algo mas cerca, había sido testigo de la explosión. Los supervivientes siempre tuvieron la duda de si le dieron la bomba arreglada para que saltara en mil pedazos. A fin de cuentas, para algunos, el GAL se había convertido para algunos en la gallina de los huevos de oro y no era cuestión de que terminara allí la historia con toda la cúpula de ETA en el pudridero.

No me interesaba el GAL y sus promotores perdieron la oportunidad de que un “conocido ultraderechista implicado en el terrorismo internacional” (por mucho que mi única condena en Francia fuera por “port et usage de faux papiers” y en España por la manifestación ante la sede de UCD, fueran mis únicos delitos) se viera implicado en los crímenes de las alcantarillas. En ese momento, Barrionuevo –aquel cuya “cara de represor” fue el único aval para instalarlo al frente de Interior y cuya innovación en los anales de la lucha contra ETA fue enfatizar y apretar los dientes cuando aludía a la “banda terrorista” casi gruñiendo- ya había decidido cargar el muerto del GAL a la ultraderecha. Fue por eso, que poco después de que yo no fichara por los GAL lo hiciera un pequeño grupo de chavales jóvenes que habían pasado por el Frente de la Juventud y Fuerza Joven de Barcelona. Los mismos policías que los reclutaron los detuvieron luego, tras el asesinato de un tal Caplanne que por no ser, ni siquiera era de ETA ni, por lo que se puede deducir del apellido, euskeriko. Aquellos pobres chavales ingresados en la cárcel con apenas 20 años salieron de la misma con 30 ó 32. Barrionuevo, al producirse su detención, pudo decir aquello de: “Hemos desarticulado el GAL: son de extrema-derecha”. El ministro no era más torpe porque no se entrenaba y todo en esta operación le salió mal, hasta el punto de que andando el tiempo pude enviarle una postal a prisión en la que, sin ánimo de hacer sangre, le escribía simplemente “Por chorizo”.

Lo de estos chicos tiene un punto dramático y es la muestra de cómo algunas instancias pagadas con dinero de todos edifican su fortuna con el oprobio, la cárcel y los malos tragos de otros. Los buscaron a pulso entre gente sin experiencia política, sin apenas experiencia en choques con la izquierda, no digamos en acciones armadas y, sin capacidad siquiera para entender el carajal en el que se estaban metiendo. Les reclutaron diciéndoles que iban a constituir un comando del GAL. Les pagarían por cabellera de etarra puesta sobre la mesa. El “enlace” resultó ser un tipo de vida golfa y disipada, habitual de La Belle Epoque donde trabajaba su novia, un tal Ismael Miquel. Éste, colaborador habitual de la policía en cuestiones de delincuencia común, reclutó al “jefe del comando”, el cual, a su vez, reclutó a un pequeño grupo de jóvenes ultras, haciéndose la ilusión de que, a la hora de la verdad serían los otros los que dispararían, correspondiéndole a él solamente la “coordinación” (y pillar la parte del león de la pasta, claro). En los meses previos al único asesinato de esta comando (al que le correspondería perfectamente el lema de “nassíos pa la detenssión”) muchos camaradas vieron a los reclutados saliendo de copas con funcionarios policiales que los habían reclutado asumiendo gustosos las facturas. Subieron en alguna ocasión al País Vasco francés en “misiones de información” de escasa entidad, seguramente para que fueran confiando. Finalmente, a la hora de la verdad, dos de ellos terminaron asesinando a Robert Caplanne en las inmediaciones de Biarritz que ni siquiera era de ETA (sin embargo, los asesinos insistieron en que era la persona que la policía les había dado todos los datos y fotos para que asesinaran).

El “armador”, el tal Miquel había tenido un problema anterior por tráfico de drogas a partir del cual decidió colaborar con la policía si es que no lo hacía desde antes. En octubre de 1983 la Guardia Civil le interceptó en la carretera de Masnou a Badalona con 25 gramos de heroína de gran pureza. La fiscala que había pedido seis años de prisión, retiró la acusación y reclamó la absolución tras oir las declaraciones de los funcionarios policiales sobre las “tareas de colaboración desempeñadas por el inculpado”… aunque no está claro, si fue a partir de ese momento y bajo la espada de Damocles de los seis años cuando decidió convertirse en “confite”. Sea como fuere la sentencia afirmaba que la acción de Miquel "carecía de contenido delictivo, ya que (...) no procuraba introducir una sustancia psicotrópica en el sórdido mercado donde se comercializa, de forma incontrolada, sino bajo la vigilancia de funcionarios policiales, que vigilan su destino en aras a descubrir qué personas van a tratar de distribuirla, evidenciándose en el procesado una carencia de conciencia de antijuricidad", que es, como decir lo que decía Confucio, que "la justicia es como el timón: hacia donde se le da, gira".

Tras el atentado contra Robert Caplanne, volvieron las juergas, las visitas a pubs y discos con cargo a los simpáticos policías siempre dispuestos a pagar. Esos mismos policías los detuvieron pocos días después, convenciéndoles de que no era nada, sino el resultado del follón generado por la prensa “canallesca”. Con firmar una declaración explicando que se habían cargado a un etarra, todo se resolvería en horas. Y los muchachos explicaron esa parte de la historia, pero en absoluto se les ocurrió incluir en la declaración ni quien los había reclutado, ni en qué circunstancias. Ismael Miquel, a todo esto, acompañado en persona por el jefe de la brigada antiatracos de Barcelona, tomó el primer avión para Thailandia. Meses después cuando se puso pesado con que quería volver le convencieron para que comprara algo de heroína y se infiltrara en las redes de narcotráfico locales. Seguramente no fue por casualidad que cuando tenía la heroína en su habitación del hotel, la policía local lo detuviera, siendo condenado a cadena perpetua. En la cárcel tailandesa, debió pensar alguien, entre que se metería más caña que una azucarera cubana y que las condiciones son ya de por sí deplorables, jamás volvería a declarar en España. Allí, se contagió de SIDA, pero sobrevivió y extraditado a España, declaró que había reconocido su colaboración con el GAL para salir de Tailandia. Antes –en febrero de 1996- había enviado una carta al líder de Izquierda Unida, Julio Anguita, en la que implicaba al ex ministro José Barrionuevo en los GAL y aseguraba que el ex jefe del Mando Unico para la Lucha Contraterrorista, Francisco Alvarez, le había inducido a entrar en ese grupo y preparar el citado asesinato. Mas tarde, en entrevista a El Mundo, reiteró que la policía le había dado dinero, armas, fotografías y fichas de presuntos etarras, y describió con detalle el despacho del comisario Alvarez en donde se entrevistó con él en 1985. Pero, una vez en España aseguró que se lo había inventado todo gracias a que su mujer le había llevado parte del sumario. Miquel se quejó también de que la embajada española en Tailandia no tramitó sus solicitudes de extradición ni las cinco peticiones de asilo que planteó. «A mí me mantenían secuestrado legalmente, había interés en que yo me quedara allí», afirmó, y seguramente tenía razón. A preguntas del fiscal dijo que solamente colaboraría si lo dejaban en libertad inmediatamente, pero no si pasaba un día más en la cárcel. A esas alturas –era 1996- el “Caso GAL” estaba más que claro y el único punto oscuro eran las identidades de los dos miembros del SAS británico que asesinaron a dos etarras con rifle de mira telescópica y la identidad del “Señor X”, pero Miquel, a fin de cuentes, era otro “pringado” y no podía saber nada sobre todo esto fuera de las razones y situaciones que contribuyeron a llevarlo al matadero. Justificó su conocimiento del comisario Álvarez explicando que lo conoció en el marco de la “lucha contra la droga” (droga que él mismo consumía a espuertas). En el juicio de Miquel, los otros tres miembros de su “comando”, confirmaron sus declaraciones y se curraron la página del despiste demostrando que los 10 años que habían pasado en la trena no les sirvieron para meditar mucho sobre quién los había llevado al matadero. En 2006. Miquel, que seguía preso en la Cárcel de Tarragona condenado a 45 años de cárcel vio como la Audiencia Nacional le aplicó la “doctrina Parot”.

Lo de estos tres muchachos que se dejaron su juventud en la celda (eso que se tiene una vez y que no vuelve salvo para los que estamos instalados en la perpetua adolescencia) es como pararse a pensar. Durante su detención, a pocos días del asesinato de Caplanne, les dijeron en jefatura de policía que era “solamente por unas horas”. Durmieron en oficinas y no en los calabozos, lo que les pareció una buena señal. Luego les explicaron que el follón organizado por la prensa les obligaba a enviarlos a la Audiencia Nacional, pero que el juez de guardia los pondría en libertad. Allí, en los calabozos de la Audiencia, uno de ellos, el que iba de listo, empezó a darse cuenta de que no iba a salir tan fácilmente y se vino abajo con el consiguiente ataque de ansiedad. El abogado defensor paró el golpe diciéndoles que estarían solamente unos días en la cárcel (acuérdense de que no será la primera vez que les diga que el peor enemigo de un detenido puede ser su abogado defensor, por eso, con cierta frecuencia, la misma policía envía a un abogado para hacerse cargo “generosamente” de la defensa. Y de paso terminar de hundir en la mierda más ecológica posible al defendido). Luego, un año después, cuando se vio el juicio, les convencieron para que siguieran callando, a la vista de que los condenarían a la pena que ya habían cumplido en prisión preventiva. Pillaron los 24 años y suerte tuvieron de salir al cabo de algo más de diez, siguiendo una temporada en tercer grado, y pagando hasta hoy la cuantía de la indemnización civil a los herederos de Robert Caplanne. Seguramente, si en el juzgado de la Audiencia Nacional se hubieran, sincerado los períodos de cárcel se les hubieran acortado extraordinariamente y posiblemente, al menos, les hubiera cabido el inmenso honor de colaborar con la justicia para llevar a los tribunales a quien les había literalmente arruinado y robado su juventud. Pero, para ello, había que entender lo que había ocurrido y, por lo que ví, años después cuando me entrevisté con algunos de ellos, todavía no tenían claro ni siquiera como diablos se vieron envueltos en el asunto e incluso atribuían a algún camarada su delación. Hice intentos para que el tema saliera a la superficie pero no había nada que hacer. Alguno sigue hoy convencido de que los mismos policías que los metieron en el fregado, eran amigos del alma que actuaron sin malicia. El penúltimo favor que hicieron a sus verdugos fue avalar la coartada de Ismael Miquel.

Caplanne fue asesinado el 24 de diciembre de 1985. A principios se febrero del año siguiente se operaron las detenciones seguidas a tres días de distancia por el ametrallamiento del bar Batxoki con varios heridos entre ellos un presunto miembro de ETA, como si esta atentado indiscriminado fuera una acción de protesta por las detenciones de Barcelona. Barrionuevo, el perro de presa del “Señor X” convocó una rueda de prensa y explicó con una seriedad pasmosa: “Hemos desarticulado al GAL: son de extrema-derecha”… y para ello arguía la pasaba militancia ultra de los tres jóvenes presentados como “asesinos despiadados” y al toxicómano preso en Tailandia como el “cerebro”. Poco imaginaba el caballerete con “cara de represor” que unos años después de tanta iniquidad, él mismo se sentaría como acusado y oiría cerrar a sus espaldas la cancela de la prisión.

Se me olvidaba decir que el abogado defensor de uno de los tres implicados en el “Caso GAL Barcelona” había sido el abogado defensor de Tejero, López-Montero. Aquí volvió a argüir también –como en el caso del 23-F- el único argumento que jamás un tribunal regular admitiría, que su defendido había actuado “por motivos patrióticos”, que era como decir que las copas pagadas por la policía, previas al asesinato de Caplanne y las que siguieron luego, eran ingeridas por la patria y que Caplanne –que a fin de cuentas él y su familia eran las víctimas inesperadas de lo que debería haber sido el “fin de fiesta de los GAL”- por algún motivo era una amenaza para la “seguridad nacional”. En este tipo de operaciones es importante, cuando se elije a un chivo expiatorio que sea incapaz de defenderse y que, siendo capaz de hacerlo, su abogado le induzca a subir solito al patíbulo, tras haber trenzado la cuerda con sus propias manos y habérsela colocado él mismo en torno al cuello con la mano izquierda, mientras con la derecha tira de la palanca que abrirá la trampilla bajo sus pies y le dejará empalmado y pendiendo del vacío.

Toda esta historia es bastante lamentable y, desde luego, mucho más larga. Los tres interesados entenderán –no espero que lo agradezcan- que no haya reproducido sus nombres y apellidos. Se lo dije a ellos en persona y se lo repito hoy: creo que se equivocaron cubriendo a quienes les destrozaron la primera parte de sus vidas. Matar jamás es admisible y mucho menos a cambio de unas pesetejas que ni siquiera cobraron (en esa época, el GAL se caracterizaba ya por reclutar a delincuentes de arrabal y hacerlos detener en Francia con la intención de que jamás volvieran a España para cobrar lo prometido). Los eligieron a ellos y no a otros porque habían tenido una militancia ultra, por nada más, y podían ser presentados ante la opinión pública como “ultras”, no como “mercenarios de Interior”. Y además, porque eran inofensivos e incapaces de defenderse a sí mismos. El “comando Barcelona” de los GAL se creó para desarticularlo a continuación y esgrimir la militancia pasada de sus integrantes como argumento para desviar la atención de la escala de mando del Ministerio del Interior. Por eso decía que el lema que mejor le cuadraba era “nassío pa morir”.

Extinguí mi condena hasta las heces ante la negativa a implicarme en la “guerra sucia”. Salí de la cárcel trece meses y medio después de haber ingresado, con una prisión preventiva de tres meses más que nadie contabilizó… para una condena de dos años por manifestación ilegal. Eran los flecos que implicaba no colaborar con quien aspira solo a hundirte un poco más.

A poco de salir empecé a recibir visitas extrañas de los personajes más variopintos, todos ellos presuntamente avalados por camaradas muy queridos por mí, que me sondeaban sobre mis intenciones futuras. Cada uno respondía a los perfiles de los distintos organismos de la seguridad del Estado y todos debieron quedarse tranquilizados cuando les explicaba que quería dedicarme a trabajar y sacar adelante a mi familia. La torpeza de alguno resultaba incluso ofensiva. Tan pronto venía a verme para sondear mi actitud como aparecía en un vídeo de las Jornadas Libertarias de Barcelona como “periodista” de El Diaro de Barcelona, intentando taparse el rostro con el cuerpo del de enfrente.

Y es que los confidentes son fáciles de identificar. Responden a perfiles habituales que se repiten inevitablemente: habitualmente no tienen oficio ni beneficio, ni profesión conocida, o se trata de profesiones que implican cierto entendimiento con medios de la seguridad del Estado (por ejemplo, funcionarios penitenciarios), con la mayoría es difícil saber de qué trabajan, de qué viven y cuáles son sus horarios, parecen alimentarse de la nada o argumentan trabajos freelancer que les dejan mucho tiempo libre. Nunca sus motivaciones ideológicas están claras. Se han afiliado a tal o cual grupo pero sin argumentos suficientes como para conseguir explicar que les ha llevado hasta allí y nunca se trata de que hayan seguido a un amigo para compartir su militancia. Suelen ser solterones, homosexuales, toxicómanos, o lumpen-proletarios en paro, lo que no implica ninguna actitud hostil hacia estos grupos sociales, sino simplemente constatar que, por algún motivo, proceden mayoritariamente de esos nichos sociales. Cambian con facilidad de un grupo a otro y, lo que es más importante, sin justificación. Pueden estar hoy –recuerdo particularmente a uno- en Juntas Españolas, pero pasar mañana a CEDADE y al otro intentar ingresar en cualquier círculo ultra y, sólo unas semanas desaparecer y reaparecer en un acto de la CNT o del POSI. Van de una parroquia a otra según "necesidades del servicio", con una velocidad igualada sólo por el movimiento browniano de partículas.

Los hay de dos tipos: los que aparecen como fantasmas sólo en día de reunión, olisquean de manera casi obscena y descarada hasta el último recoveco del local como en busca de un hueso, cogen de cada hoja de propaganda, de cada revista, una copia y se van antes de que acabe la reunión. A un tal Armando, tipo de nerviosismo contagioso, que iba de este palo, estuve por partirle la cara más que nada para que espabilara un poco y se esforzara algo más en ganarse las 30 monedas de hojalata. Luego está el que, mucho más en su papel, realiza militancia como el que más e intenta ser uno más en el grupo. Nunca ninguno –y esto es la característica universal- entra en discusiones ideológicas o programáticas, pero se saben al dedillo los esquemas de evolución de cada grupúsculo y quién está a su frente. Los hay con mala memoria y que tienen tendencia anotarlo todos los detalles en plena reunión. Se les ve escribir como condenados, mientras el resto se rasca los testículos o participa en los debates. A mi me ocurrió que durante una conferencia alguien me interrumpiera para que repitiera un nombre que no había logrado entender, se lo tuve que deletrear, pues no en vano le precedía una merecida fama de confidente habitual de la policía (o de quien le pagara) y no era cuestión de hacerle quedar mal, o se inventaría la información.

En cierta ocasión, en uno de estos grupúsculos, al levantarse al lavabo el presunto infiltrado, sus camaradas aprovecharon para mirar en su libreta encontrando anotaciones sobre los asistentes a la sesión anterior y el resumen de la misma. Prefirieron no decirle nada para evitar perder al 25% de la militancia. En ocasiones se convocan reuniones en las que aparte de los organizadores y el par o tres de machacas habituales, solamente asisten tres o cuatro personas más: el confidente de los Mossos d’esquadra, el de la policía nacional, el del CNI y el de la Guardia Civil; incluso en las grandes ciudades la Policía Urbana ocasionalmente envía a su hombre. Cuánto esfuerzo para tan poca chicha.

Aludía antes a uno de estos chivatillos que tenía tendencia a inventarse informaciones. Es el riesgo que tiene la seguridad del Estado y que ya se puso de manifiesto en el último tercio del siglo XIX español cuando proliferon confidentes que “delataban” conjuras imaginarias o, en el mejor de los casos, se preocupaban ellos mismos por organizar la conspiración, embarcar a incautos y denunciarlos luego a la policía. Como puede verse, no hay nada nuevo bajo el sol. En cuando a los confidentes imaginativos son peligrosos: ante la falta de entidad y peligrosidad de las organizaciones a las que les han encomendado infiltrarse, tienden a exagerar su importancia y peligrosidad, sugerir la existencia de riesgos imaginarios y, finalmente, inventar datos. Garzón, en la cumbre de su estrellato, llegó a desguazar un carguero pieza a pieza porque un confidente imaginativo le había explicado que portaba 20 toneladas de cocaína. Esto obliga a los servicios de información a multiplicar el número de confidentes para que unos confirmen los datos aportados por los otros, so pena de tener por ciertos datos que parecerían aportados por el guionista de Mortadelo o de Cuéntame como no pasó.

El confidente, por lo demás, cobra poco y, salvo que lo haga por odio, resentimiento o algún complejo –que también hay de esos- malamente sobrevive con cuatro confidencias habitualmente inofensivas. No es raro, por tanto, que los confidentes se recluten entre algunos funcionarios (que ya de por sí cobran poco) y que éstos acepten unos pocos euros para llegar a fin de mes a cambios de ir a husmear superficialmente unas pocas horas al mes a algún local. O bien que se trate de gente cuyo nivel de gastos sea muy superior al de ingresos, habitualmente por algún consumo de drogas inconfesable. En estos casos el “reclutador” se enfrenta a una contradicción palmaria: sí, el confidente que se coloca con cuarto y mitad de cualquier droga trabaja barato y habitualmente se le paga con decomisos de esas drogas, osea, coste cero, sin embargo tiene la contrapartida de que alguien en estado de colocón apenas se entera de nada sobre lo que tiene que informar. He sabido de colaboradores de las FSE que se han introducido en centros islámicos en estado visible de colocón alcohólico y he visto a otros que te contaban quien los había enviado si les dabas 2.000 pesetas para una paperina. De todas formas, el caso más espectacular de infiltración es el de una chica con traje chaqueta que con una seriedad digna de un funeral se fue al que presidía la conferencia, le extendió una tarjeta y le dijo que era “analista de la defensa”, ¿para qué vamos a andarnos con mariconadas?

El problema para las Fuerzas de Seguridad del Estado es que la infiltración o la realizan en persona profesionales cualificados y adiestrados para hacerla o se convierte en una chapuza que aporta pocos datos interesantes, mucho trabajo y sitúa al profesional de la información ante un puzle formado por datos procedentes de confidentes de los que le resulta casi imposible calibrar su solvendia y fiabilidad, conversaciones telefónicas grabadas que constituyen verdaderas piezas del puzle que no se sabe exactamente donde colocarlas, seguimientos que suponen movilizar a muchos efectivos cada día, total para ver cómo un fulano –a menudo inofensivo- compra un Whoper con pepinillo y sin mahonesa.

Hoy estas prácticas siguen como en sus mejores tiempos a pesar de que es posible realizar un informe y un estudio sobre la “peligrosidad” de tal o cual grupo simplemente consultando su página de Internet, pero en la Seguridad del Estado rigen las viejas tradiciones ancestrales y el confidente de lo inútil sigue siendo el perejil de todas las salsas. Hace un rato estaba sonriendo pensando en que quien no tiene un infiltrado en su vida no es importante. Si un grupo ultra pro-islamista difusor empedernido del último discurso de Amadineyá, de la última problama del más olvidado imán chiíta y de la última soflama de Hezbolláh (que los hay) no logra nunca logra pasar de dos a tres afiliados, a la vista de que nadie los considera suficientemente importantes para enviarles a un confidente del tres al cuarto, debe terminar sintiéndose como una mierda bien aplanada con conciencia de su nulidad. También los hay.

Localizado el confidente cuesta poco seguir el hilo. Basta con poner en sus manos una información golosa. A partir de ahí, se le observa y del cabo sale el ovillo. En cierta ocasión, los camaradas comentaban que una persona era confidente. La única forma de descubrir si era o no, consistió en explicarle en el curso de una conversación que un amigo policía me iba a pasar unas cajas de balas por la tarde. Luego todo era sencillo: si alguien me seguía, el individuo en cuestión era confidente, de lo contrario, seguro que no lo era. El chequeo consistió en que dos camaradas me siguieron por un circuito previamente establecido a prudencial distancia, intentando divisar a alguien que, a su vez, me siguiera. Nunca me arrepentí lo suficiente de esta "prueba del nueva" porque el camarada en cuestión, una excelente persona, siempre que podía , hasta que falleció, aprovechaba para recordarme lo mucho que me agradecía el que me hubiera sincerado con él.

El otro procedimiendo sanitario consiste en localizar a un confidente y atiborrarlo con informaciones erróneas. A finales de los años 60, supimos de un teléfono que estaba intervenido (en aquellos años bastaba con un amperímetro para saber si había caída de tensión, esto es, derivación de la línea) y a través de esa línea aportamos deliberadamente todo tipo de datos imaginarios que al final llevaron a la Brigada Político Social a irrumpir en un ayuntamiento en el que sospechaban que había reuniones clandestinas. Por otra parte, localizando a un confidente se le puede interrogar. Todos aportan todo tipo de detalles sobre quién los reclutó, lo que les pagan y lo que piden de ellos. En el Frente de la Juventud, en Madrid, localizado uno de estos confidentes, se le introdujo en un coche en el centro de otros cuatro camaradas y con cualquier excusa. Al llegar a un lugar apartado de la sierra madrileña, sin mediar palabra, se le dio una pala para que cavara. A los pocos minutos, claro, tenía la palma de las manos llagadas, pero logró cavar un foso de 1,80 por 0,50 y un metro de profundidad. Luego se le disparó en la sién... con bala de fogueo, lo que no impidió que cayera al foso hasta que al cabo de un rato entendió que no estaba muerto. Debió volver a Madrid en auto-stop. Nunca jamás volvió al local de Claudio Coello.

En estos casos de chivatos descubiertos, lo que se indica es el interés de la policía en tener informaciones sobre tal o cual grupo. Si uno tiene la conciencia limpia, lo mejor es llamar directamente al servicio y plantear que si tienen algo que preguntar que lo hagan directamente: ellos pagan las tapas y el interesado la bebida.

En 2005 utilicé este método cuando la noche antes delante del restaurant La Font del Bosc, una furgoneta sospechosa -precisamente Renault Kangoo- con vidrios esmerilados estaba aparcada justo ante la entrada. Me acerqué y la refracción de la luz en cierto ángulo me permitió ver dentro a un chaval filmando con cámara de vídeo. Al verme incluso se echó atrás indicando sorpresa. Le comenté a otro camarada en voz alta qué le parecía mejor que hiciéramos, si llamar al juzgado de guardia o quemar directamente la furgoneta. Al oir esto, la furgoneta empezó a moverse como si dentro se estuviera celebrando un menage a trois y se hubiera alcanzado el climax. Poco después salió a la cabina alguien que intentaba taparse la cara con la cazadora. Empezó a buscar las lleves. Se las había dejado en la parte trasera con lo que hubo que volver atrás, logrando finalmente salir a escape dejando la mitad de los neumáticos sobre el asfalto. Al día siguiente llamé directamente al IVº Grupo de Información: "Somos un partido democrático, no tenemos nada que ocultar, ni intención de infringir ninguna legislación, ni siquiera partirle la cara al hostelero que nos ha cobrado de mas y nos ha dado menos pisto del esperado. Si os interesaba algo podíais haber venido a la cena y hubiérais visto directamente todo lo que os interesaba". El otro se sorprendió y utilizó la consabida táctica del descarte: "Que no soy yo" como dice la canción. Y no lo era: la matrícula correspondía a un vehículo de alquiler propiedad de la empresa que alquilaba habitualmente vehículos para los mossos d’esquadra. Me molesta sentirme observado: la próxima vez el juzgado de guardia y la policía urbana esclarecerán el asunto. Uno se sorprende que en 2005, cuando el país empezaba a soportar una oleada de delincuencia sin precedentes y ETA seguía dando algún sobresalto, era inadmisible una investigación sobre un grupo que jamás había manifestado intención de vulnerar la legislación vigente.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

El camarada chivato (1ª Parte)

Hay dos versiones sobre lo que fue la transición española de 1976 a 1981. La “versión oficial” dice que el pueblo español entendió la necesidad de evolucionar pacíficamente ante la imposibilidad de prorrogar el franquismo y ante la falta de fuerza social suficiente de la oposición democrática para alcanzar la “ruptura”. Ante este situación, la clase política que detentaba el poder en aquellos momentos, capitaneada por Adolfo Suárez, estableció un puente con la oposición democrática, a través, inicialmente de Santiago Carrillo, secretario general del único partido digno de tal nombre que existía en aquellos momentos en la clandestinidad, y seguidos por toda la clase política consciente del impás de la situación, aceptaron marchar mancomunadamente hacia la democracia formal adoptando posiciones moderadas, esto es, de centro. La población española, guiada por una clase política lúcida y responsable aisló a los extremismos, que finalmente vivieron su momento final el 23-F de 1981. Esta versión es la muestra mas palpable de cómo el Gran Hermano falsifica la realidad. No hay absolutamente sino una semejanza remota entre lo que fue realmente la transición y cómo nos la cuenta la versión oficial. Por que hay otra versión…

A pesar de que es rigurosamente cierto que estos últimos 30 años de democracia han registrado una caída en picado de la calidad de nuestra clase política, lo cierto es que en el tiempo de la transición, el nivel tampoco era excesivamente alto. A pesar de que hoy se tiene tendencia a mitificar el papel de Adolfo Suárez y elevarlo a la categoría de “genial y templado conductor del cambio”, más debido a su tragedia personal que a sus méritos reales, lo cierto es que ya tenía todas las características de oportunismo, frivolidad, improvisación y falta de proyecto que luego se ha convertido en paradigma del político democrático celtibérico. Si existió un “programa” de la transición, era evidente que éste no podía haber sido redactado por Adolfo Suárez, ni mucho menos por el Rey; a ambos, en efecto, les faltaban cualidades y experiencia. En cuanto a Felipe González, en la época, no era más que un apéndice de la socialdemocracia alemana de cuyos bolsillos salieron los fondos para levantar casi del cero absoluto un partido que, como le acusaban los comunistas, había pasado 40 años de vacaciones. Y, Carrillo, por su parte, era el dirigente del partido más importante de la oposición democrática, pero también pesaba sobre él estigma de comunista y la sombra de los acuerdos de Yalta que ni siquiera el recurso al “eurocomunismo” había conseguido disipar. De Paracuellos, ni hablemos por demasiado obvio.

Lo más probable es que la transición fuera pilotada estratégicamente desde instancias internacionales interesadas en que España ingresara en la OTAN, aumentar las ventas de material militar a España, espolear el flujo comercial hacia España, en contacto con fuerzas económico-sociales españolas que aspiraban junto a lo mismo: a que la integración en Europa favoreciera sus negocios; para esto era necesario que el país adoptara una democracia formal como sistema. La sinergia de estos elementos, es más que probable que se estableciera a partir de la reunión que el Club Bildelberg celebró en Palma de Mallorca justo en el arranque de la transición. No debió tratarse de establecer un plan estratégico sino un objetivo a alcanzar, en función del cual, instancias de menor nivel establecerían la estrategia, mientras que las partes protagonistas serían dueñas de la táctica en función de su rol y de sus intereses particulares. Los grandes cambios socio políticos no son nunca el resultado de la decisión personal de un individuo, sino de la sinergia de factores muy diversos, incluidos los de nivel más bajo. A fin de cuentas se trataba de una “operación de inteligencia” que tenía mucho que ver también con las “operaciones psicológicas”. Así pues, hay que buscar en nuestra opinión, en los servicios de inteligencia nacionales y extranjeros, al autor de la partitura encargada por el círculo de Bildelbergs que sería el “autor intelectual” del proceso. Esto explicaría el porqué en todas las fases de la transición está presente un elemento problemático: la violencia política.

En efecto, la “versión alternativa” cuenta otra cosa: el puebo español estaba dividido en 1975 en tres sectores: el partidario del franquismo, el que seguía a las distintas siglas de la oposición democrática y la mayoría silenciosa, numéricamente mayoritaria a la que le daba exactamente igual quién gobernara. El equilibrio de fuerzas entre franquismo y oposición democrática se rompía a favor del primero que contaba con el apoyo de lo que en la época se llamaba “poderes fácticos”: ejército, magistratura, policía, solo en parte contrabandeados por el apoyo que parte de la clase obrera y el estudiantado deparaban hacia la oposición democrática. La patronal estaba a favor del cambio, sin duda, pero de un cambio sin convulsiones. Ese cambio era literalmente imposible porque las dos partes (franquismo y oposición democrática) habían estado repitiendo durante los últimos 10 años que sus posiciones eran inamovibles y definitivas: la “constitucionalidad” del franquismo y la legalidad constitucional del régimen eran el tema obligado en los telediarios desde la aprobación de la Ley Orgánica del Estado en 1967, mientras que la cantinela sobre la ruptura democrática y la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura para llegar a ella, era el leit-motiv de la otra parte. En condiciones normales hubiera sido imposible que unas y otras renunciaran a sus posiciones. Pero hay sistema para ello: el recurso repetido a los traumatismos y a la violencia política.

Porque la transición, a fin de cuentas, no fue más que una serie de episodios de inusitada violencia, casi siempre homocida –se suele olvidar que el “cambio” generó más de 200 muertos en apenas seis años- que fueron los que indujeron a la población española a situarse bajo el paraguas protector del Estado aceptando lo que éste deparase. Fue la violencia lo que hizo que la población española abandonara los maximalismos practicados en los diez años anteriores, y emprendiera una larga marcha hacia el centro político que se configuró como las dos columnas básicas del sistema entonces construido: un centro-derecha y un centro-izquierda. Esa marcha fue favorecida e impulsada por el horror de las acciones terroristas surgidas de los extremos del arco político. No fue que la población española, guiada por su clase política, asumiera la marcha hacia el centro, sino los episodios de violencia surgida en los extremos que se sucedían con inusitada frecuencia, lo que convenció a la población de las bondades del centro político. Por eso, fue posible la transición, soldando momentáneamente las “dos Españas” (la franquista y la democrática) en un centro, primero protagonizado por Suárez y que luego dejaría paso al PSOE que culminó la parte más comprometida del trabajo (el ingreso en la OTAN). Pero esto no es todo.

Si asumimos esta otra interpretación de la transición, asumiremos también que alguien generaba violencia deliberadamente. Hoy se reconoce que los pactos de la transición establecieron el aislamiento de los “extremismos”. Y hace falta ser muy precavido con lo que quiere indicar este concepto. Por que si los “extremismos” eran formas de radicalismo político, detestables para la opinión pública, no era necesario “aislarlos”: su mera práctica homicida ya lo hubiera hecho en elecciones sucesivas. Y, por lo demás, ¿quién definía lo que era un “extremismo”? Para Fraga, ese gran político intocable “de solera y tradición democrática”, “extremismo” era todo lo que le podía quitar votos y se situaba a su derecha. El hecho de que hoy sea un anciano decrépito, un dinosaurio de otros tiempos, no puede hacernos olvidar que fue uno de los autores de la transición con toda su carga de mentiras y maquiavelismo en sentido estricto: para Fraga, el fin, la democracia formal, justificaba cualquier medio. Y claro que lo demostró, él más que nadie. Mientras los corre-ve-y-diles de Fraga al convocarse elecciones en 1979, hicieron creer a Blas Piñar y a toda la redacción de El Alcázar, hasta última hora, que era posible una coalición entre Unión Nacional y Alianza Popular, él estaba maniobrando para aislar a esos mismos partidos con quien nunca jamás quiso pacto alguno. Este episodio de la transición merece ser estudiado aunque ponga en tela de juicio la honestidad política de Fraga.

Pero había otro problema: los extremismos, eran formas de radicalismo político, que frecuentemente se desgastaban realizando proposiciones radicales ricas sólo en verbalismo agresivo, enarbolando banderas de otros tiempos (comunistas, anarquistas, carlistas o falangistas), realizando gesticulaciones revolucionarias… pero no necesariamente estaban alumbradas de un impulso homicida y, salvo ETA, no habían asumido el terrorismo como práctica cotidiana.

Dicho de otra manera: no existían “potencia suficiente” para generar un estado de violencia capaz de precipitar la marcha hacia el centro. Y como no existía, se creó artificialmente. Eso fue la transición. No es raro que la mitología oficial sobre aquella tortuosa época, tienda a olvidar que vivimos sobre un régimen constituido inicialmente sobre una infamia y al escribir esto no puedo evitar pensar en los 200 muertos de aquellos años, la mayoría muertos por nada, muertos sin saber por qué, muertos inocentes, arrollados y apisonados por el mecanismo generado durante la transición.

La violencia, especialmente si acarrea muertes, dispone de una formidable capacidad para apoderarse de las conciencias y condicionarlas. Cuando un ciudadano sale a la calle o ve salir a alguien de su familia, espera que vuelva, sano y salvo, la posibilidad de perder la vida o ver como la pierde un familiar, un amigo, un vecino, se convierte en un fantasma aterrador para evitar el cual se acepta cualquier renuncia a las propias posiciones mantenidas hasta ese momento. Ante una situación de asesinatos políticos y desórdenes públicos diarios, incluso el más liberal acepta las restricciones a las libertades públicas, si ello contribuye a que cese la violencia. Lo hemos visto en su versión más extrema en EEUU con la promulgación del Acta Patriótica tras los autoatentados del 11-S. Algo parecido ocurrió en la transición… la violencia continua indujo a los franquistas a aceptar que algo debía cambiar y a los miembros de la oposición democrática, que debían olvidarse de la “ruptura”.

Para realizar una transición así concebida eran precisos cuatro elementos:
1) La existencia de unos partidos radicales
2) La presencia en esos partidos radicales de agentes provocadores infiltrados
3) La complicidad de unos medios de comunicación
4) La existencia de un centro coordinador difícilmente identificable, pero cuyos apéndices si son posibles de establecer en un estudio pormenorizado.

A la derecha, Falange y Fuerza Nueva existían junto a una constelación de pequeños grupos incontrolados, y en la izquierda la CNT, el PCE(r) y ETA eran igualmente estructuras muy reales, junto a la abundancia de grupos anarquistas y marxistas-revolucionarios periféricos. Se trataba de que todos estos grupos generaran actos violentos en número e intensidad suficiente para operar el efecto esperado: inducir la marcha hacia el centro de la opinión pública. Y eso se hizo, mediante la provocación y la infiltración.
Nosotros éramos conscientes de que en la extrema-derecha no existía una organización terrorista al estilo de ETA o del GRAPO (fuera lo que fuera), sabíamos que los actos terroristas que procedían de nuestro ambiente eran acciones individuales de las que, solamente durante la Semana Trágica empezamos a tener conciencia de que estaban generadas por provocadores. A estos les resultó extremadamente fácil penetrar en un ambiente que tenía unas estructuras organizativas muy débiles y una carencia absoluta de educación política, en sus sectores más juveniles y activistas. Además, especialmente en Madrid, los grupos ultras practicaban el compadreo con los medios policiales y muchos estaban convencidos de que contaban con la cobertura, la complicidad o la afinidad de muchos policías; y es posible que así fuera en algún caso, pero, por lo general, los funcionarios policiales servían al Estado, sólo al Estado y nada mas que al Estado y hacían lo que el Estado (o alguna de sus alcantarillas) les requería.
Además, no entendíamos como la prensa solía atribuir más peligrosidad a una información vendida por cualquier provocador (Interviu en la época tenía la sala de espera llena de chivatillos ultras vendiendo cuatro tonterías) sobre tramas ultras ficticias que al asesinato de dos Guardias Civiles asesinados por ETA(p-m) en una carretera camino de Ispaster. Cada semana había una nueva noticia que nos criminalizaba, cuando ya a finales de 1976 empezábamos a intuir que el número de infiltrados con tareas provocadoras y el “efecto contagio” no eran casuales.

A esas alturas ya había ocurrido la tragedia del Montejurra 76 (cuando Fraga era, no lo olvidemos, Ministro del Interior), había explotado la bomba en la revista El Papus y se había desarticulado un grupo culpable de cualquier otra cosa menos de esa explosión emblemática, la Sala Scala había ardido y la CNT aparecía como responsable sin importar mucho que todo fuera obra de “el Grillo”, un confidente habiual, un tarado había reivindicado por su cuenta, en nombre de una fantomática Alianza Apostólica Anticomunista –que nunca existió, repito, nunca existió, por mucho que en Wikipedia figure como autora de la masacre de Atocha- el secuestro y asesinato de “Pertur”, a pesar de que desde la propia izquierda abertzale se intuía un ajuste de cuentas dentro de la banda, pero durante años la prensa prefirió creer que era “La Triple A”. Luego vino la Semana Trágica.

El GRAPO mantenía secuestrado a Antonio María de Oriol y al General Villaescusa, y tuvieron incluso fuerzas y recursos para asesinar a dos guardias civiles en el interior de una sucursal bancaria. Nadie sabía lo que era el GRAPO, pero sí se supo luego que, Espinosa, un guardia civil infiltrado en su interior a través del muy vulnerable MPAIAC, consiguió llevar a la pista que concluyó en la liberación de ambos. ¿Y por que esa infiltración no consiguió que el comando el GRAPO fuera desarticulado antes de los secuestros? Por lo demás, en el momento en que se produjeron estos secuestros, los medios, especialmente Diario 16 y la Cadena Zeta, acusaron a la extrema-derecha de haberlos cometido, hasta el punto de que Della Chiaie, todavía en España en ese momento, tuvo que entrevistarse con el hermano de Oriol para desmentirlo personalmente, oficiando de mediador el antiguo responsable del SEDEC, San Martín. Para colmo, la semana trágica había tenido un preludio anterior, cuando Cuadernos para el Diálogo, entonces semanario en situación económica terminal, publicó las fotos de Montejurra… que no se habían publicado medio año antes, tomadas con teleobjetivo y en las que se veía con singular precisión a Della Chiaie presente en los incidentes. Si algún periodista de Cuadernos explicara hoy a través de qué canales llegaron esas fotos al semanario, sin duda tendríamos un cabo del que tirar. Hay otros muchos.

Mariano Sánchez Covisa, ex combatiente de la División Azul, considerado como “fundador” de los Guerrilleros de Cristo Rey, hombre austero donde los hubiera, pero también vidrioso en todos sus contactos y movimientos, citó a Della Chiaie a la misma hora y en el mismo lugar en el que Jorge Cesarsky Goldstein, argentino y peronista que no hacía mucho acababa de conceder una entrevista al semanario Fuerza Nueva, asesinó a bocajarro al estudiante Arturo Ruiz Villalba. Era imposible que Covisa no supiera que esa tarde iba a haber incidentes en la zona, entonces ¿por qué citó, justo en el lugar y en el momento en que se produjeron los disparos, a Della Chiaie? La versión oficial era que Della Chiaie estaba participando también en el “raid” contra la izquierda. Puedo jurar donde haga falta que esta versión es falsa y mendaz. Para un dirigente político italiano exiliado en España, estar presente en una manifestación en la que se asesina a un estudiante, no tenía ningún significado estratégico, ni interés alguno. Una médium debería de preguntar a Covisa quien le indujo a quedar en esa hora, en ese lugar con Delle Chiaie y a Cesarsky por qué realizó aquellos disparos por los que fue condenado y por qué inopinadamente, tras dirigirse a la sede del SEDEC, explicó a la policía que había visto a Delle Chiaie (éste llegó a la zona del enfrentamiento en metro; al salir por las escaleras y percibir el disturbio volvió a entrar en el metro sin que nadie, salvo la persona que iba con él, lo viera).

El interés manifestado en aquel momento por implicar a Delle Chiaie en cualquier incidente que ocurriese en España en aquel período se debía fundamentalmente a dos motivos: las presiones realizadas por Italia para alejarlo del escenario de su país y las acusaciones realizadas contra él (que se demostraron luego completamente falsos en los procesos que siguieron a partir de 1987) que lo situaban en el vértice del “terrorismo negro”. Hoy se sabe que en una medida asfixiante aquel terrorismo era un producto del mismo Estado hasta el punto de que una tarea inédita para cualquier periodista que quiera ganar puntos en su historial profesional sería el escribir un artículo sobre los paralelismos increíbles entre el terrorismo provocador que apareció en España entre 1976 y 1981 y el que se dio en Italia entre 1969 y 1982. Y si ya quiera obtener el cum laude de la profesión podría llegar a comparar los atentados del 11-M con los que tuvieron lugar en Italia en aquellos años, que convirtieron a trenes y estaciones en objetivos privilegiados, tanto en su modus operandi, como en sus sombras e implicaciones. Hoy, nadie en Italia alberga la menor duda de que aquellos atentados del Italicus, de la Estación de Bolonia, de la Fleccia del Sud, fueron urdidos en las alcantarillas del Estado. Esclarecer los funcionarios policiales y de los servicios de inteligencia italianos y españoles que tuvieron contactos en aquella época puede aportar datos que serían más que significativos y convertirían a cualquier becario de redacción en fijo. En aquellos años, citar a Della Chiaie e implicarlo en los episodios de la transición, todavía equivalía a traer a colación crímenes y atentados espectaculares de los que luego, insisto, fue absuelto sin excepción.

El asesinato del estudiante Arturo Ruiz Villalba tuvo años después una extraña repercusión para Delle Chiaie. Uno de los buscados como sospechosos del crimen era un tal Fernández Guaza que huyó a Argentina a través del País Vasco. Estuvo durante unos días albergado en un antiguo hogar de la OJE cerrado, con la recomendación de que no saliera de allí. Sin embargo, en un alarde de irresponsabilidad que por sí mismo le define, se fue a tomar unas copas a un bar próximo. Lucía collares y pulseras de oro, propias de lo que en el País Vasco se tenía como caricatura del nacional-horterismo fachoso. Para colmo, mientras estaba dándole al coñac los informativos de TVE sacaron su foto con la consiguiente alarma de toda la parroquia allí presente que había reparado en su presencia desde que pisó el local. Evacuado a prisa y corriendo terminó recalando en Buenos Aires. En España había sido chivatillo de la policía y en Argentina quería seguir siéndolo. Denunció a Delle Chiaie y a algunos otros italianos a la seguridad, añadiendo que se trataba de “peligrosos terroristas italianos”. El mismo receptor de la denuncia informó a Della Chiaie de la calidad moral del personaje. Hay gente que lleva la traición en la sangre.

La Semana Trágica culminó con la masacre de Atocha. Siete abogados afiliados al PCE terminaron seguidos por medio millón de simpatizantes de la oposición democrática camino del cementerio. En las semanas anteriores algunos funcionarios policiales (de los que solamente ha salido a la superficie el nombre de González Pacheco, pero que sino eran legión, superaban la docena) recorrieron sistemáticamente los centros de reunión de la ultraderecha enarbolando el mismo discurso ante un público no siempre predispuesto a escucharlos: “sois unos mierdas, pandilla de cobardes; no tenéis cojones; se os están comiendo y no reaccionáis; tenéis que hacer algo o acabarán con todos”. Y se referían a los comunistas: explícitamente estaban sugiriendo que había que darles “una lección”. Visitas de estas, decenas de veces repetidas, en los lugares de reunión ultras (locales, bares, pizzerías…) tuvieron finalmente como efecto el que un grupo de exaltados terminó llamando a la puerta del despacho de Atocha para dar “una lección a los comunistas”.
La versión que tengo de lo que ocurrió allí es próxima a los protagonistas. No iban allí con la intención de matar, pero un desgraciado tropezón con una alfombra hizo que se disparara la automática del 22 mm de tiro olímpico y gatillo sensible. Fernández Cerra, en otra habitación, creyó que alguno de los abogados había disparado, abalanzándose hacia el lugar desde donde procedía el disparo y emprenderla a tiros con los abogados; García Juliá, para no ser menos, vació las balas que le quedaban sobre aquellos cuerpos sanguinolentos que se iban desplomando. Fuera del despacho, Lerdo de Tejada, guardaba la entrada.

La conmoción que provocó el asesinato de los siete abogados laboralistas de Atocha en todo el país fue inmensa, tanto por la magnitud del crimen, como por el momento en que se produjo, como por la visión de medio millón de comunistas en silencio tras los féretros. Si en el momento de los secuestros de Oriol y Villaescusa, en algunos cuarteles e instancia militares sonó ruido de sables, tras la masacre de Atocha se restableció el equilibrio: “golpear” en ese momento hubiera parecido ser solidarios del crimen. Cuatro meses después el PCE era legalizado argumentándose el civismo demostrado en aquellas tristes jornadas.

En cuanto a los responsables del crimen fueron detenidos un mes después. La madre de Lerdo de Tejada supo por su hijo que había participado en el crimen. Ésta, a su vez, secretaria de la notaría de Blas Piñar, lo comentó con su jefe, conviniendo ambos que la criatura, lo primero que debía hacer era confesarse, hecho lo cual desapareció camino de los Andes. Una semana después del crimen, un número relativamente alto de personas de los círculos ultras, conocían la identidad de los autores que fueron finalmente detenidos y condenados. Nadie molestó, por supuesto, a quienes habían contribuido tan insistentemente a prender la mecha. Y esto, ocurrido hace ya 30 años, empieza a ser objeto de “memoria histórica”.

Hubo segundas y terceras partes. Una vez condenado García Juliá a 193 años de prisión, acertó allí a encontrarse con Juan Magaña un antiguo militante ultra de mediados de los sesenta, de origen carlista, pasado luego a la delincuencia común, pero sin abandonar completamente sus sentimientos ultramontanos. Era Magaña hijo y nieto de carlistones. Cuando Sixto Enrique de Borbón-Parma se alistó en la Legión Española con el nombre de “Juan de Austria”, la Comunión Tradicionalista buscó a un “ayudante” que estuviera siempre cerca del aspirante al trono. Y le tocó ir al mayor de los Magaña. Lamentablemente, Sixto Enrique, localizado a las pocas semanas en la Legión con nombre falso, fue expulsado, quedándose Magaña chupándose a pulso los tres años que le quedaban de compromiso con el tercio de extranjeros. El menor de los Magaña había participado en el famoso asalto a la Galería Theo de Madrid en 1970, en la primera acción protagonizada por los Guerrilleros de Cristo Rey. Destrozaron una quincena de grabados de Picasso, que luego resultó que no eran sino copias. El mismo policía que les había inducido a la acción, estaba en la acera de enfrente fotografiándolos al entrar y al salir (por lo que pudiera pasar, seguramente) y fue el encargado de detenerlos, algo que luego se convertiría en tradición. Esto convenció al menor de los Magaña que la política así concebida no era terreno para el honor y la lealtad, la tradición, la patria, ni ninguno de los valores que había apreciado hasta ese momento. Así que tiró por el camino de la delincuencia, hasta terminar encontrándose con García Juliá en la antigua prisión de Ciudad Real. Allí, unos militantes del Frente de la Juventud, en el curso de una visita a los “camaradas presos”, lograron introducirles una bayoneta pavonada de los marines, tras establecer un plan de fuga. Magaña tenía la fuga en la sangre.

En la cárcel de Meco, Magaña me contaba que durante el primer año de su encierro había estado verdaderamente obsesionado con fugarse. Cuando ya se había relajado, terminó tomando cafelitos en la cantina de la cárcel de Ciudad Real con García Juliá y allí había reverdecido su afán de fuga. El día convenido, a la hora del recuento de las noches, Magaña explicó al funcionario que pasaba ante su celda, que su compañero de encierro, García Juliá, se encontraba indispuesto. Cuando el funcionario entró, le pusieron la bayoneta en la garganta, y con sus mismas llaves le encerraron en la celda. Luego uno de ellos buscó al funcionario de la galería explicándole que el otro funcionario le pedía que viniera. Cuando llegó a la celda volvió a ver el pavonado de la bayoneta. Ya eran dos los carceleros encarcelados. Luego se trataba de atraer al funcionario de guardia en el centro y luego al otro que estaba en la cancela de entrada. La celda de Magaña y García Julía, a esas alturas, parecía ya el camarote de los Hermanos Marx.

Cuando habían conseguido alcanzar el recinto exterior y estaban a dos pasos de la salida, viendo en frente el vehículo con los militantes del Frente de la Juventud que les esperaban, la fatalidad quiso que entraran unos funcionarios despistados que los conocían, con lo que tuvieron que desviarse hábilmente hacia la derecha donde se encontraban las viviendas de los funcionarios. Llamaron a una que resultó ser la del director. Lo secuestraron, para variar, con la bayoneta; luego a la hija que volvía del cole; más tarde al médico de la prisión que traía unas medicinas.

Desde la ventana del piso, lograron hacerse ver por el vehículo que les esperaba, indicándoles con unas sábanas que trenzarían una cuerda para descender. Cuando concluyeron, para mayor fatalidad, justo debajo de la ventana en la que se encontraban, acertó a detenerse un Vespino con signos de que la bujía o la carburación, o acaso ambas, tenía problemas. Dentro de la prisión, los galeotes empezaron a expresar su protesta por que nadie les apagaba la luz. Los Guardias Civiles no conseguían ponerse en contacto con el centro de la prisión, así que pronto cobró forma la sensación de que algo no funcionaba normalmente. Uno de ellos, casualmente, vio la inconfundible humanidad de García Juliá (grandote y con una poblabada barba de patriarca bíblico) por la ventana del piso del director y dio la alarma. Los camaradas del Frente de la Juventud optaron por abrirse en forma de paraguas antes de que alguien reparara en su presencia; todavía, antes de llegar a Madrid oyeron por la radio la entrevista que Encarna Sánchez realizó por teléfono a García Juliá. “¿Por qué estás en la cárcel?”, “Es que he matado a siete comunistas…”. De ahí al Puerto de Santa María pasaportados en Tercer Grado y alojados en celdas de castigo.

Me encontré a Magaña en Meco. Era un tipo silencioso al que le debo haberme iniciado en el noble arte de hacer maquetas navales. Se hubiera podido ganar perfectamente la vida ejerciendo ese hoby, sin embargo, su personalidad, que a un psicólogo no le costaría mucho definir como entre totalmente asocial y psicopática en grado extremo, le llamaba por caminos más truculentos. Era uno de esos camaradas “a la antigua” para el que compartir un mismo espacio político equivalía a establecer un vínculo de lealtad hasta la muerte. Del grupo que estábamos presos en Alcalá, era el único que estaba preso por delitos comunes. Conocía al dedillo el ambiente político ultra del tardofranquismo y era capaz de distinguir a un confidente policial en una centuria uniformada y en formación. Era un tipo extraño, pero lo suficientemente curioso como para que le diera mi teléfono. Total, pensé, en los próximos 20 años no creo que me llame. Sin embargo, no había pasado un mes desde que saliera de Meco, cuando llamaron al teléfono: era Magaña. “Me he fugado…”, me dijo cuando le expresé mi sorpresa. Su abogado, Pepe Las Heras, le había conseguido un permiso penitenciario para rehacerse la dentadura (tenía la de comer verdaderamente destrozada) en un dentista de la familia. Una vez en la calle, claro, no volvió.

Tras tomar unas copas en el Paralelo barcelonés, seguido de visita pagada al Barrio Chino, terminó pidiéndome el consabido pasaporte que, finalmente, un policía le vendió por 500.000 pesetas, con DNI y Carné de Conducir con los que alcanzó Venezuela sin más dilación. De ahí volvió años después, e implicado en nuevos actos de delincuencia común conoció un breve período de cárcel. Terminó sus días trabajando como sicario de confianza para un cartel de narcos colombianos. En uno de estos “viajes de trabajo” la persona a la que tenía que asesinar, terminó asesinándolo a él.

Magaña y el propio García Juliá, pertenecían a la última generación de militantes ultras criada durante el franquismo. En 1973, García Juliá ya había aparecido con camisa azul y boina roja, junto a Blas Piñar, enarbolando una bandera española en el curso de una manifestación de Fuerza Nueva en protesta por el atentado de ETA en la Calle del Correo de Madrid. La policía cargó y Blas, como caballero que era y es, recogió del suelo el zapato de una dama perdido en la refriega. Una cámara sorprendió a Blas enarbolando el zapato en la mano siendo la única que difundió cierta prensa cada vez que se refería al “caudillo del Tajo”, como queriendo acentuar la agresividad que, en el fondo Blas jamás ha tenido. Liberado tras extinguir su condena por el Caso Atocha, García Juliá volvió a resultar detenido en Suiza y otra vez en Bolivia, por temas relacionados con el narcotráfico. Tras lo cual se extendió el rumor de que había muerto, falso, por que el muchacho, talludito él, sigue como en sus mejores momentos.
Ni Magaña ni García Juliá pueden ser acusados precisamente de “chivatillos”, sino como máximo de gente que se había acercado demasiado a los ambientes policiales madrileños, hasta quemarse. O quizás fuera al revés, que habían aceptado demasiado fácilmente la camaradería de policías que, en realidad, no hicieron más que llevarlos al matadero. Los “chivatos” de estricta observancia tenían otra pasta.

El primero que conocí fue un tipo extraño que se afilio al Círculo José Antonio de Barcelona. Explicaba, para caer bien, historias sobre militares de Ceuta y Melilla, que si el coronel Berruezo por aquí, que si el comandante Castillo por allá, un verdadero pelmazo. Me dio la impresión de ser un enviado de la policía con ganas de conocer exactamente las vinculaciones del SEDEC con la extrema-derecha de las postrimerías del franquismo. Seguramente por esprit de corps, en España, nunca los distintos cuerpos de seguridad del Estado han utilizado la vaselina para relacionarse entre sí. A menudo han surgido entre ellos las fricciones. Yo he llegado a ver incluso como la policía intervenía los teléfonos de los miembros de una red ocasionalmente contratada por el CESID para ahorrarse la molestia de tener que penetrar directamente medios bastante restringidos. He visto también como se cambiaba droga por información. Ni siquiera las relaciones entre distintas “brigadas” de un mismo cuerpo han sido todo lo excelentes que se podía presumir (de esto sabe mucho el IV Grupo de la Brigada de Información de Barcelona en los tiempos en los que era dirigida por Alfonso Simón Viñao, diestro en choques y rivalidades con otros Grupos). E incluso dentro de cada grupo de información tampoco las relaciones entre sus miembros han sido excepcionalmente correctas. Los dos policías que me dieron fuerte y flojo durante mi detención finalmente terminaron peleándose a causa de que uno elegía a una rubia también miembro del cuerpo -y cuerpo por excelencia- como permanente compañera de servicios. La vida en esos ambientes, como se puede intuir, no es ninguna ganga y las tensiones y rivalidades son el pan de cada día. Puestos a pisarse la manguera, cada uno está predispuestos a pisar la de los demás, sean las de cuerpos, brigadas o compañeros.

Aquel primer infiltrado del que no tuve la menor duda de que se trataba de un chivatillo, lo examiné como si se tratara de un objeto de laboratorio. Hablaba demasiado y daba demasiados datos para que lo tomáramos en consideración. Dado que el jefe de la Sección Juvenil del Círculo estaba enamorado de los entorchados, los galones y las palas de oficial, el otro entendió que todos los demás nos interesaba tanto la vida militar. Craso error, porque a los pocos días empezó a tener fama de pelmazo, enterado de todo lo que no interesaba a nadie. Era posible seguir a través de sus historias la filiación de las familias militares de la guarnición de Ceuta. Seguramente, el chaval habría hecho allí la mili, probablemente como machaca de algún comandante y habría oído y visto todo lo que luego contaba hasta lograr el tedio más absoluto. Un buen día nos dijo que se iba a Ceuta y volvió con un regalo comprado: se trataba de un cenicero al que en la parte posterior todavía no había quitado la etiqueta de “Corte Inglés – Barcelona”, a menos de 100 metros del local…

Fuerza Nueva, en Barcelona tenía una densidad particularmente abigarrada de confidentes del CESID, situados en las alturas y en cargos influyentes. No creo que fuera diferente en otras delegaciones importantes. Durante la transición fue muy frecuente la existencia de ambientes en donde existía una peligrosa y ambigua interferencia entre el conjunto policial y el conjunto ultra. Era un espacio imprevisible en el que no estaba muy claro cuáles eran las fidelidades de cada elemento y que en Madrid llegaba hasta el compadreo. En Barcelona tampoco iban a la zaga.

Esto duró hasta bien entrado el felipismo cuando el “Señor X” a través del “Señor Cero” reclutó a los “alegres muchachos del GAL”.

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