Lo he dejado casi para el final por muchos motivos, no porque tenga miedo al recuerdo, sino para pensar exacamente lo que iba a escribir. El 15 de febrero de 1983 después de casi tres años de clandestinidad y recorrer medio mundo fui detenido en Barcelona, pasé el 23 de febrero a la Audiencia Nacional y esa misma tarde ingresé en la prisión de máxima seguridad de Alcalá Meco. Un año después fui juzgado y condenado a dos años de prisión por “manifestación ilegal”. El 2 de septiembre de 1985 la sentencia fue confirmada e ingresé en la cárcel Modelo para salir a finales de octubre de 1986 en tercer grado. Debieron pasar unos meses más antes de que extinguiera completamente la condena. Este período es lo que se resume en las notas que siguen.
El primer problema a plantear es cómo diablos me localizó la policía en Barcelona. Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, estar “en busca y captura”, no representa que la policía te “busque” para “capturarte”, especialmente si uno no es un terrorista –y yo no lo era, repito: estaba buscado simplemente por una manifestación ilegal– en activo y no va asesinando gente con la misma velocidad con que cambia de calzoncillos. Estar en “busca y captura” supone que tu nombre está en una lista informatizada y que si apareces por un hotel, llenas la ficha, ésta llega a la policía, la introducen en el ordenador y da “marrón”; entonces, van y te detienen. O que, simplemente, pases por una frontera con tu nombre y tu pasaporte, lo comprueben y suene el “marrón”. O que vayas conduciendo y te paren por una infracción de tráfico o porque tienes un piloto apagado y, claro, “marrón”. Con el paso del tiempo, incluso los mismos policías que te buscan pueden dejar de seguir el asunto e incluso de pensar en tí –hay incluso mucha movilidad de funcionarios entre distintos grupos policiales y mucha movilidad provincial–, puedes cruzártelos por la calle y pensarán que ya estás normalizado. Yo no incurrí en ninguno de estos supuestos, por tanto, alguien me delató.
Había llegado de Sudamérica dispuesto a presentarme en la Audiencia Nacional en noviembre de 1982. Aproveché el tiempo para estar con mis mujer y mis dos hijos y recomponiendo notas e ideas. Pasé la frontera con un pasaporte boliviano a nombre de “Francisco José Aguilar Láinez” y con otro italiano en el forro de la maleta a nombre de “Antonio Tedeschi”, nacido en Milán y residente en Barcelona, que me serviría para moverme en España. No hubo ningún problema ni en el aeropuerto de salida ni en Barajas. Evité toda relación en Madrid con camaradas y amigos (tras la manifestación del Frente de la Juventud el 23-F de 1983 se había producido otra oleada de detenciones que liquidó prácticamente a la organización en Madrid) y llegué a Barcelona inmediatamente. Traía algunos libros que había comprado en diversos mercadillos de libros antiguos en Bogotá, Lima, Santa Cruz y La Paz, un ejemplar del diario El Mundo de Santa Cruz con las fotos realizadas en el aeropuerto de esa villa a los policía italianos del NOCS que habían asesinado a Pier Luigi Pagliai, y un disquete informático cuya custodia me habían encomendado (para un ordenador que no tenía).
El breve paso por Colombia había sido desagradable. Ya he contado que mi objetivo era alcanzar Venezuela donde me esperaban los camaradas, pero llevaba pasarpote boliviano sin visado para ese país, así que decidí desviarme a España en cuanto la persona que me acompañaba –un boliviano– desapareció sin dejar huellas. Simplemente, salió del hotel y no volvió a verlo nadie jamás. Entonces decidí deshacerme de la documentación que había llevado hasta ese momento y utilizar otra, inédita, que jamás había utilizado hasta entonces. Abandoné el hotel inmediatamente y me trasladé al Tequendama, el mejor hotel de la capital y, por tanto, el más seguro. Fui a retirar el billete a la oficina de Iberia situada en una gran avenida de la capital colombiana. Al salir, pude ver como unos autobuses, guaguas de morro potente y de interior abigarrado, paraban en doble y triple fila apenas a 15 metros de donde me encontraba. Me dio la impresión de que alguien descendía de un autobús y, bruscamente, desaparecía tapado por otro que había pasado delante de él. Intrigado, cruce la calle pensando que había sido víctima de un espejismo o que no tenía los sentidos suficientemente alerta. No, no me había equivocado: en el suelo, literalmente destrozado y encharcado en sangre, había un tipo andino que había resultado literalmente aplastado por la guagua. Intenté tomarle el pulso y reanimarlo, pero estaba muerto y bien muerto. Nadie, absolutamente nadie, le hacía caso. Intenté buscar a un policía pero bruscamente me di cuenta de mi situación de clandestino provisto de documentos falsos. Fue entonces cuando reparé que en los países andinos la vida no vale absolutamente nada y, por tanto, tampoco la muerte tiene mucho interés.
Hacía más de seis meses que no veía a mi familia, así que, como antes me había ocurrido, tuve que superar el amargo trago de que mis hijos no me reconocieran. Al cabo de una semana ya había normalizado mi vida en una guardilla y pasaba muchos días en el domicilio familiar al que llegaba y del que salía en horas extremas que facilitaban el que nadie del inmueble me viera y el poder chequear si ocurría algo anómalo en la calle. Tras los primeros días, a la vista de que todo era normal, relaje las medidas de seguridad y me puse en contacto con un par de camaradas de toda confianza, veteranos del FNJ y del Frente de la Juventud. Uno de ellos era Carlos Blasco, con quien trabajaba mi mujer en aquella empresa líder del sector de la reprografái en el primer tercio de los 80 que fue OFIMO. Se había separado y vivía en la calle Villarroel cerca del hospital Clínico de Barcelona. En varias ocasiones nos vimos y comentamos la marcha de los acontecimientos, hicimos algunos proyectos para reorganizar el Frente e incluso tuvimos el sentido del humor suficiente como para elaborar dos números de El Cadenazo, la antigua revista satírica del FNJ que ahora, junto con Mario Blanco, recuperábamos para mayor gloria del “descojono nacional”. En Navidad organizamos una fiesta para nuestros hijos y Mario, el otro camarada que conocía mi presencia en España, tuvo a bien disfrazarse de Papa Nöel, entrando incluso por la ventana tras haber permanecido media hora en el balcón y estando casi al punto de congelación. Eran los pequeños placeres que debían preceder a mi visita a la Audiencia Nacional.
Sin embargo, en una de aquellas fiestas hubo un problema inesperado. Blasco –que por entonces todavía creía en papa Nöel y en los Reyes Magos– se había empeñado en reconciliarnos a Graells y a mí. No había vuelto a ver a éste desde el día en que me marché del FNJ. Ignoraba en aquella época, la historieta de sus “cursillos particulares” impartidos a chicas del FNJ, pero tenía interés en saber exactamente lo que había declarado voluntariamente ante la policía en junio de 1980. Graells acudió con su novia, una tal Maita Díaz, hija de militares y cuyo hermano era también acababa de ser troquelado en la Academia Militar. Finalmente, Graells había hecho realidad su anhelo de rodearse de entorchados, galones y charreteras. A veces, cuando alguien logra su objetivo en la vida, se relaja y va por el camino de la normalidad. Otros no. Este era de los que no.
Le pregunté por la declaración voluntaria que realizó ante la policía en 1980. Me aseguró que la policía lo iba a detener y él simplemente se adelantó (aunque no supo explicarme el por qué). Le argumenté que no le iban a detener y que Albert Viladot, publicó un artículo en El Periódico en el que confundió su profesión de abogado y me la atribuyó a mí; todo era el error de un periodista despistado. Insistió en que le iban a detener en aquel momento de un momento a otro y que optó por adelantarse. Añadió además, mientras sus manos estaban absolutamente temblorosas como un flan sobre un tren de mercancías, que la prueba era que había ido a declarar acompañado por Eduardo Oriente. En aquel momento me dí cuenta de que no valía la pena insistir mucho en este asunto: o le partía la cabeza allí mismo o me olvidaba de la cuestión, a fin de cuentas Graells nunca había demostrado una valentía excesiva y siempre había logrado escaquearse de cualquier peripecia que implicara algún riesgo físico. Un cobardón, vaya. Así que era posible que al leer el artículo de Viladot, tomara la frase de “la policía busca a un conocido abogado ultra” (que el propio Viladot reconoció errónea) como una alusión a sí mismo y le hubiera dado el ataque de pánico y ansiedad. Sobre lo que hubiera dicho estaba más claro que el agua. Era lo que había publicado la prensa al airear mi falsa participación en el atentado de la rue Copernic. Pero, a fin de cuentas, no era el único que había hablado. Casi todos los detenidos en junio de 1980 experimentaron un inexplicable impulso a sincerarse con la policía y explicar todo lo que sabían, lo que suponían y lo que se imaginaban. Así que, en esto, tampoco había gran cosa a reprocharle. Y, finalmente, estaba la espinosa cuestión de que delante estaba su novia, mi mujer, las dos hijas de Blasco (de 5 y 7 años), los dos hijos míos (de 4 y 2 años), la compañera de Blasco y, para colmo, Mario con el “jo-jo-jo” y el disfraz ventripotente de Papa Nöel. No era cuestión de prolongar aquella situación violenta y hacerla extensible a todos los presentes.
No hará mucho supe que Graells jamás había estado acompañado por Eduardo Oriente. Jamás le pregunté, ni a Eduardo, ni a sus hermanos, algo sobre este asunto, dando por supuesto que éste había acudido en calidad de abogado a realizar una asistencia en comisaría a su cliente y, por tanto, preguntarle sobre el tema, hubiera supuesto vulnerar su obligación al secreto profesional. El problema era que Eduardo, no había acompañado a Graells en junio de 1980 por una sencilla razón: no era abogado, algo que yo había dado por supuesto. Y, en cuanto a su hermano, que luego, años después, acabó la carrera de Derecho, en 1980 estaba cumpliendo el servicio militar… ¿Por qué otra mentira y por qué citar a Eduardo? La explicación es más simple que el mecanismo de un botijo: Eduardo estaba casado con la hija de un conocido coronel de Estado Mayor responsable de la Sección de Estudios del Estado Mayor en Catalunya, este hecho, hacía que Graells le deparara una consideración especial pues, no en vano, sus entorchados y galones eran más rotundos. A la hora de agarrarse a un clavo ardiendo y para confirmar su versión de que “lo iban a detener” me citó a Eduardo que era como decir: “detrás está el ejército”, como protegido por él… lo que para él era garantía de que yo me creería la versión o al menos evitaría que le recordara delante de otros lo que era: un cobardón.
Pasaron unas semanas y Blasco, empeñado en su papel de buen samaritano, se empeñó en reconciliarnos para integrar a Graells en un proyecto que estábamos creando en ese momento: la idea de lo que luego sería Patria y Libertad. Blasco había decidido cambiar de casa y se empeñó en conocer mi opinión sobre su nueva vivienda. Había invitado también a Graells. A poco de verme me dijo una frase que no tomé en cuenta: “Me he encontrado a Simón y me ha preguntado por ti. Le he dicho que no te veía desde el 79”. Imaginé que era una simple mentira piadosa para intentar quedar bien. Simón no era otro que Alfonso Simón Viñao, subcomisario jefe entonces del IV Grupo de la Brigada Regional de Información y que hoy, ascendido ya a comisario recibió la consabida patada para arriba catapultado a alguna oficina de DNI de Navarra a raíz de sus actuaciones cuestionables en la jefatura de Barcelona.
Vimos el piso, luego fui a ver al abogado Celestino Chinchilla a quien no conocía y que me saludó calurosamente (si bien tres años antes se había preocupado, cuando yo estaba a 14.000 km de distancia, de responsabilizarme moralmente de las detenciones de 1980 al haber convocado la manifestación contra UCD extendiendo esta responsabilidad a mi mujer –que jamás participó en las actividades del Frente de la Juventud– presente en la reunión). Luego fui a encontrar a Albert Viladot para ver si me podía presentar a alguien de la redacción de Interviu para venderle los trabajos periodísticos que había realizado en Iberoamérica y, en contrapartida, me pedía que le oganizara una entrevista telefónica con Della Chiaie para que éste pudiera desmentir su participación en el rififí que había tenido lugar poco antes en un banco en la Costa del Sol y al que le vinculaba el amarillismo periodístico.
Cuando la policía me detuvo advertí sin dificultad que me habían empezado a seguir desde el momento en que encontré a Viladot, en la calle Calabria esquina Gran Vía. Incluso fueron capaces de recordarme que Viladot había tenido dificultades en arrancar la moto, pero no fueron capaces de explicarme como conectamos con Della Chiaie, por lo tanto Viladot –el muy querido y llorado Viladot al que aún le faltaban unos años para ser director del Avui– no podía ser el delator. Además, era evidente que la policía ignoraba que a las 12:00 de la mañana de ese mismo día me había encontrado con un norteamericano y un venezolano miembros de nuestra red, cuya detención resultaba mucho más “golosa” para la policía. Así pues, me habían localizado al salir de la oficina de Chinchilla (o eso pensaba yo). Para colmo, mientras duraron los interrogatorios, algunos policías, conscientes de que no iban a poder sacarme absolutamente ningún dato, se conformaban con hablar para impedir que me durmiera. Desde siempre he dormido muy poco y en aquella época llevaba ya varios años practicando yoga, uno de cuyos efectos secundarios es aprovechar más las horas de sueño por pocas que sean. Así que aproveché aquellas noches en las que me ponían delante de un funcionario con tan poco interés como yo en estar allí, para hablar de actualidad política, de formas de trabajo de la policía, e incluso en ganar alguna amistad de cara al futuro. Fue así como uno de ellos se sinceró conmigo: “Te ha delatado un abogado”. Inmediatamente pensé en Chinchilla, seguramente porque no lo había conocido hasta ese momento y también porque me resultaba absolutamente increíble que Graells hubiera podido realizar la bellaquería de marcarme a la policía el momento en el que se encontró con Blasco y conmigo.
Sin embargo, en Alcalá Meco aproveché para tomar algunos contactos y para analizar todos los datos obtenidos durante la detención. Algunas cosas empezaban a no encajar. Chinchilla no había tenido tiempo de avisar a la policía entre que salíamos de su oficina y llegábamos a la calle, no se había ausentado en ningún momento del despacho. Sabía que le iba a visitar Mario, pero no que le acompañaría yo. Por tanto, Chinchilla tampoco podía ser “el abogado” que me había delatado. No había muchos más...
Por otra parte, Mario mismo había resultado detenido conmigo, pero, sin embargo, Carlos Blasco no, cuando, en realidad, era mucho más posible que éste hubiera resultado detenido. En efecto, a partir de principios de febrero la policía empezó a seguirme. En cierta ocasión, yendo por la noche a la casa de Blasco, portando un pesado macuto en el que llevaba unos prismáticos, un transformador y un taladro, había tenido la sensación de que alguien me seguía. Efectivamente, me seguían, pero la persona que lo hacía en ese momento, tuvo la habilidad de cortar el seguimiento (seguramente le debió sustituir otra persona en coche), si bien por la dirección que había tomado, era evidente que me dirigía a casa de Carlos Blasco. Y si era así, era seguro que aque policía o cualquier otro me estarían esperando cuando saliera de la casa a eso de las 2:00 de la madrugada, para reanudar el seguimiento. Y salí sin el macuto. La policía tenía todo el derecho del mundo a pensar que en esa bolsa se escondía una ametralladora Ingram M-10 “Marietta” que buscaban –y que por algún motivo se empeñaban en que la tenía yo– y otras armas cortas. Sabían, así mismo, que frecuentaba la casa de Blasco (a diferencia de la de Mario en donde jamás estuve), con lo que era más que posible que éste fuera detenido. Sin embargo, ni siquiera fue molestado y apenas lo mencionaron en los interrogatorios. Así pues, alguien debía de haber “protegido” a Blasco, indicando a la policía que el contenido del macuto era inocuo y que Blasco no guardaba absolutamente nada de interés para la policía (en realidad me guardaba los juegos de documentos falsos, los sellos para falsificar pasaportes, los troqueles, el disquete informático que había traído de Sudamérica y algunos documentos). La única persona cuyo testimonio tenía fuerza y convicción suficiente para despejar las dudas que pudiera tener la policía sobre Blasco, solamente las podía disipar la persona que me había delatado.
Por si todo esto fuera poco, años después, uno de los policías que me interrogó y con el que establecí vínculos posteriores de amistad me confirmó que la delación había venido directamente de Graells y, que él lo sabía justo porque se lo había dicho el jefe del grupo, Alfonso Simón Viñao. Y no solamente, eso, sino que en su ficha personal depositada en el IVº Grupo, él y otras dos personas del FNJ estaban consideradas como “colaboradores”. En otras palabras, “membrillos” o “confites”.
La detención demostró como trabajaba el IVº Grupo de la Brigada Regional de Información en aquella época: un estilo de trabajo de la que poco después, los propios miembros del grupo que se sucedieron en el tiempo, abominaron. Era ese estilo de trabajo que tanto gusta en las autoridades de Interior y que da grandes titulares que mas tarde se deshinchan y luego se olvidan. Las historias de aquella época del IVº Grupo serían suficientes para llenar un libro. La mía es solamente una más, paradigmática en tanto que representativa.
Quince días antes de nuestra detención, la prensa publicó que un grupo de extrema-derecha había agredido a un estudiante de económicas y le había grabado una cruz céltica en la frente. Era posible que, efectivamente, existiera algún grupo ultraviolento que hubiera cometido esa acción. Raro, pero posible. Lo que ya no era tan posible es que, a partir de esta agresión, la policía pidiera al juez autorización para intervenir precisamente los teléfonos (que previamente ya tenían intervenidos) de media docena de militantes ultras, solo uno de los cuales, Mario Blanco, tenía relación conmigo. Por supuesto, todos eran completamente ajenos a la agresión. Uno de estos militantes había vendido a otro la pistola de su abuelo… con lo cual había un arma… esto dio a la policía la excusa buscada para que lo mío no fuera una detención normal, sino que se me pudiera aplicar la ley antiterrorista al existir “arma” y “grupo”, esto es “banda armada”. La “banda” estaba formada por el que había comprado el arma, el que se la había vendido, el que había hecho de intermediario, y, finalmente, el que los conocía a todos ellos y tenía contacto conmigo, Mario Blanco. Por lo tanto, yo también estaba incluido en esta "banda". De no haber sido por éste arma –que evidentemente no tenía ninguna relación conmigo– mi detención hubiera sido “normal” y ni siquiera habría pasado por la Audiencia Nacional (la cual se inhibió luego en favor de la Audiencia Provincial). Como no existía ningún rastro de hecho delictivo, como no existía arma alguna, como no existía "grupo armado" que realizara actividades terroristas, alguien, simplemente, lo montó artificialmente –y no es difícil suponer quién– con la agresión a aquel chaval al que le grabaron, tatuaron o pintaron una cruz céltica en la frente. Al existir una sospecha de “atentado” y de “arma” ya se me podía aplicar la ley antiterrorista y retenerme hasta 12 días, el tiempo que la policía esperaba que sería suficiente para que aparecieran armas, tramas negras, relaciones internacionales y llevara a la detención de otras figuras del “terrorismo negro internacional”, además de aclararse atentados anti-ETA que, por algún motivo, tenían tendencia a pensar que yo estaba implicado… a través, precisamente, del teniente coronel Segura, cuyos hijos habían militado en el FNJ y que, para colmo, en excedencia del servicio, era el director general de OFIMO, la empresa en la que tabajaba mi esposa.
Así pues, Alfonso Simón Viñao se creía en ese momento con el ascenso a comisario al alcance de la mano. En lugar de ello, entre éste y otros errores (por llamarlos de alguna manera) cometidos en la desarticulación de células del GRAPO y del comando de ETA responsable del atentado a Hipercor (que, por cierto, vivía en la misma manzana del Eixample que yo y, mira por donde, al que le encontraron una de las buscadas "mariettas") terminó eyectado hacia Navarra como sanción. Algunos buscadores del estrellato, salen estrellados.
Así pues, el 15 de febrero mi mujer se fue a trabajar y yo me quedé en la cama. Al cabo de 45 segundos oí que el ascensor llegaba otra vez al rellano, se oyeron demasiados pasos… así pues, estaba claro que la policía me había localizado y estaba a punto de detenerme. Utilizaron a mi mujer como escudo tras la que aparecíeron dos o tres, o quizás cuatro, cañones de pistolas. Me detuvieron y procedieron a un registro que duró hora y media y en el que nada encontraron. Tuve que decirle a uno de ellos que se abstuviera de llevarse cuatro velas unidas con una banda que ponía “Peligro TNT” o se reirían de él en el juzgado. Se llevaron una agenda de 1977 con algunas decenas de teléfonos y poco más.
Poco después empezaron los interrogatorios. Bueno, a fin de cuentas, la cosa no era grave: una simple manifestación. Sobre la pistola ocupada a los chicos del Frente de la Juventud era algo que a mí no me competía y era fácil demostrarlo: ninguno de ellos había tenido relación conmigo y, salvo a uno, al resto ni los conocía. Por otra parte, era evidente que estos chicos iban de acompañamiento y mera coreografía y su presencia solo estaba justificada para meternos a todos en el mismo saco y que se me aplicara la “ley antiterrorista”.
No habían aparecido las esperadas armas en mi domicilio, así que se trataba de encontrarlas. Y además, se trataba de que describiera mis andanzas en aquellos últimos tres años para llevar a cabo la detención de Della Chiaie concretamente y podérsela servir a la policía italiana. Por algún motivo –seguramente alguna confidencia imaginativa del “confite” de turno– la policía tenía la convicción de que Delle Chiaie estaba en España… o quizás fuera por que, al leer la entrevista que le había realizado Viladot, pensaron que la había realizado directamente. Además, no terminaban de entender cómo era posible que, estando mi teléfono intervenido, y no existiendo teléfonos móviles, jamás hubieran podido intervenir ninguna conversación con Delle Chiaie o con cualquier otro. La explicación que entonces no dí a la policía, la doy ahora: era extremadamente simple subir al terrado del edificio donde me encontraba (con apenas tres vecinos), abrir la caja de empalmes de telefónica, buscar el teléfono que correspondía a la cabina telefónica más próxima, desconectarla y conectar un teléfono con dos dientes de dragón. La llamada, no solamente era ilocalizable, sino gratuita. Así había hablado durante los últimos meses con los camaradas que se encontraban en cualquier parte del mundo. Disponía en aquella época de material procedente de un cajón de telefónica cuyo contenido me habían pasado unos camaradas, así que no me resultaba muy difícil hablar en cualquier situación, en cualquier momento, sin posibilidades de ser localizado.
Me sorprendió el enfoque inicial que dio Alfonso Simón Viñao al interrogatorio: ¿cómo diablos se le ocurría preguntarme por los atentados anti-ETA? Seguramente por el rumor que había circulado de que yo estaba en posesión de una Ingram M-10. ¿Era eso todo o el “confite” había añadido algún dato imaginativo para acrecentar el interés de la policía sobre mí? Lo ignoro aunque tengo una teoría: Graells odiaba en ese momento a alguien más que a mí; era a la mujer y le había dado un “curso privado”, que acarreó el que la chica se separa de los restos del FNJ, bastaba saber con quien estaba emparentado la chica para que todo lo que le habían contado al pobre Simón Voñao fuera una simple paranoia que tomó como cierta.
El caso es que en la primera tarde todo giró en torno al tema que menos me esperaba: “Te han abandonado. Los patrones que te contrataron te han dejado tirado. Va siendo hora de que nos digas sus nombres y te salves tú. Tú no nos interesas, lo que nos interesan son los militares que te han embarcado en las operaciones anti-ETA…”. El enfoque me parecía enormemente interesante, porque todos los caminos por ahí, iban en vía muerta. Así que opté por hacerme el compungido, poner cara de novia traicionada, mostrarme progresivamente hundido, abatido y derrotado, contestar con sonidos gutu-nasales que parecían indicarles a Simón y a sus boys que aquello iba en dirección prometedora. Era una forma de ganar tiempo: se trataba de ganar una semana, hora a hora, minuto a minuto. Al cabo de cuatro horas de estos devaneos era evidente que la cosa por ahí no podía extenderse mucho más. Así que aproveché para pedir ir al lavabo, después de tocarme varias veces el estómago y simular arcadas. Creyeron que estaba muy afectado por haber sido “abandonado” por los que me habían contratado y que tenía náuseas. Aproveché para deshacerme de un pequeño papel con teléfonos realmente importantes que llevaba en el pantalón y para echar una meaica que nunca viene mal en estos tragos. Al retornar, cuando el policía machaca se puso a tomarme la declaración y anotar todas las respuestas a las preguntas de Alfonso Simón Viñao, mi primera respuesta a la primera pregunta (que ni recuerdo) con una sonrisa de oreja a oreja fue “No tengo nada que decir”. Esa frase se convirtió en mi muletilla a lo largo de los ocho días siguientes. “No tengo nada que decir”, que equivalía a decir: “No me váis a sacar ni un solo dato de interés que no tenga que ver con la manifestación contra UCD”.
No tengo demasiado claro si fue por ineptitud (que es poco posible) de Simón Viñao que orientó desde el principio mal en interrogatorio, o si fue por los “adornos del confite” (lo que es muy probable), el caso fue que esa misma tarde, el jefe superior de policía de Barcelona llamó al Ministro del Interior recién estrenado para comunicarle que se había producido la detención de “un grupo vinculado con el terrorismo internacional y que se esperaba en breve esclarecer atentados que han tenido lugar en toda Europa”.
La persona que me contó esta versión con todos los detalles, fue Carlos Yarnoz que, entonces era redactor de “nacional”, en El País, luego pasó a la crónica de temas militares y actualmente ocupa la subdirección del diario de PRISA. Yarnoz vino a excusarse por lo publicado –y, supongo que, de paso, a conocerme- por El País en los días siguientes a mi detención. Pasados tres días, les resultó claro que les habían “metido un gol”, pero, ya se sabe que las rectificaciones a informaciones publicadas o no se hacen o se hacen en página interior izquierda, en la primera columna y en la parte baja, es decir, en donde nadie lo lee. Así que hallándome en Alcalá-Meco me vino a visitar para darme sus excusas y, de paso, datos sobre cómo se había originado la información. Barrionuevo, ignorante como era de todo lo que tenía que ver con la gestión racional de un ministerio, e incluso de las técnicas de magnificar hasta la más simple detención, picó y al acabar el consejo de ministros de los martes dio rueda de prensa en la que nos presentaba como “peligrosos terroristas internacionales” explicando lo que le había dicho el jefe de policía de Barcelona que, a su vez, era lo que le había dicho el jefe del IV Grupo Alfonso Simón Viñao… el cual, a su vez, sin duda, creyó lo que el confite que me había delatado le dijo. Una cadena que iba de la incompetencia en la cúspide, a la cobardía y el odio en el origen.
Por la tarde, acabada la jornada laboral, empezaron los malos tratos. Llamarlo tortura sería lo propio de algún militante de ETA o de Terra Lliure al que no le han servido el bocata a las 20:00 horas. o sopa fría a las 21:00. Malos tratos o torturas, para mí eran, simplemente, “pruebas”. Veríamos a ver quien ganaba. Tengo los nombres de los policías que mayor protagonismo tuvieron en los malos tratos de los que fui objeto. Sé que siguieron en el grupo unos años más, que eran amigos entrañables, incluso salían juntos y se les veía en los veranos tomando copas en chiringuitos de Arenys, se que terminaron peleándose a causa de una rubia, policía también y miembro del grupo, e incluso sabía sus direcciones en la época. No creo que hayan hecho mucha carrera en el cuerpo, así que imagino que bastantes problemas deben tener y, lo pasado, pasado está. Ellos, a fin de cuentas cumplían con la lógica que su trabajo y su ambición les imponía en la época, aunque ese “Dharma” implicara inflarme a hostias. Me llamó la atención que en los malos tratos participó un número limitado de policías. Salvo cuando, en los últimos días, me aplicaron la técnica –poco sofisticada, por cierto– de la bolsa de plástico envolviendo la cabeza, algo que no dejaba signos externos, en el resto de malos tratos salvo Simón y estos dos subordinados no había nadie. Era evidente que en la transición algo había cambiado. El resto de grupos policiales ya había abandonado la práctica de malos tratos al que recurrían con facilidad durante el franquismo. Además, nadie podía evitar que, en un cuerpo en el que los ascensos, implican pasar por delante de otros compañeros, realizar codazos y asumir rivalidades y dar y recibir golpes bajos, alguien denunciara malos tratos y hubieran sanciones. Cuando Barrionuevo llevaba cien días de ministro del interior, el trío del IVº Grupo seguía basando sus ascensos futuros en malos tratos presentes. Así pues, los malos tratos solamente los practicaba un número muy limitado de policías y sólo cuando los otros habían acabado su jornada laboral.
Me sentaron y tras repetirles una vez más el estribillo de que “No tengo nada que decir”, simplemente recibí un puñetazo en el esternón y luego un estrangulamiento de la garganta. Entonces supe que la cosa iba a ser dura, pero también estas situaciones siempre generan experiencias nuevas y son, en cualquier caso, pruebas que te pone por delante la vida: o te derrumbas o las superas. El puñetazo y la estrangulación tienen unos curiosos efectos: la vista hay un momento en que falla, se ve solamente un negro más negro que el negro, pero el sentido del sonido se experimenta con singular agudeza. No se experimenta dolor, sino tan solo una alteración de la percepción y la sensación de inmenso vacío. Basta con concentrarse en ese vacío para superar el trance sin problemas. Luego me mostraron una porra flexible, de la que ironizaron diciendo que se la habían ocupado a algún camarada. Recibí unos cuantos golpes en la planta de los pies que, efectivamente, dolieron lo suyo, aunque en ese tiempo llevaba ya dos años haciendo yoga y era posible atenuar ese dolor simplemente concentrando toda la atención en un solo punto del cuerpo (el espacio situado bajo los orificios nasales y sobre el labio superior). Los pies se me hincharon como un globo e incluso cuando ocho días después revisó mi estado el médico de la Audiencia Nacional todavía quedaba un pequeño derrame interno de sangre y algo de hinchazón.
Con los pies del tamaño de neumáticos, y con experiencias sensoriales casi alucinógenas, el caso es que yo seguía con el “No tengo nada que decir” y de ahí no había forma de sacarme. En los días siguientes siguieron este tipo de tratamientos, hasta que, en última instancia, a la vista de que el último día estábamos como en el primero y Barrionuevo empezaba a pensar que lo suyo, por mucha cara de represor que tuviera, no era estar al frente del Ministerio, optaron por aplicarme durante toda una mañana la bolsa de plástico en la cabeza en distintas fases. Si se hubieran molestado en analizar los libros de mi biblioteca, no les hubiera costado trabajo encontrar varios textos clásicos que demostraban mi interé en el yoga: los yogasutras de Patanjali, el incomparable libro de Mircea Eliade sobre los distintos yoyas, el de Arthur Avalon y los textos de Evola sobre el Yoga tántrico y el canon budista palí. Les hubiera bastado preguntarme si practicaba yoga para entender que estos jueguecitos con bolsas de plásticos les iban a aburrir mucho más a ellos mientras que para mí era una forma de ganar tiempo. Con no perder los nervios dentro de la bolsa, retener el máximo de tiempo posible el aire en los pulmones e irlo expulsando lentamente, era cierto que al cabo de entre 10 y 15 minutos la concentración de CO2 dentro de la bolsa era excesiva y tendía al desmayo. Entonces, ellos se ponían más nerviosos que el que suscribe, te quitaban la bolsa de la cabeza, no fuera a ser que el ahogo se transformara en ambolia, y vuelta a empezar. Aquello empezaba a ser casi un chiste, en lugar de un repertorio de artes inquisitoriales.
Desde el primer momento supe que aquello iba a ser una lucha y estaba claro que yo no iba a perder. Estaba mentalmente preparado para afrontar esa situación. Era muy fácil para mí –como años después comentó el único policía que utilizaba técnicas más sofisticadas en los interrogatorios- “agarrarme a un clavo ardiendo”. Ese clavo era una frase mil veces repetida: “No tengo nada que decir”. El papel de este policía era curioso: observaba mis reacciones ante las preguntas, se fijaba en los momentos en los que repetía la muletilla y en aquellos otros en los que daba cuerda a los interrogadores con cuestiones absolutamente secundarias. Se fijaba, analizaba y deducía. A pesar de que era de los más jóvenes de la plantilla, le tenía verdadero pánico: era el único que, simplemente, por pura deducción lógica sabía –y repito, sabía– donde estaba lo que sus compañeros buscaban, qué había ocurrido y en qué momento. El problema es que sus superiores jerárquicos no le hacían ni caso, preferían esa rueda ridícula y tópica de media docena de policías rodeándote y gritándote: “Lo sabemos todo”, “Confiesa cabrón o te damos de hostias”, “Dilo todo y te salvamos” y así sucesivamente… en estas situaciones aquel policía quedaba sumergido y silenciado por el coro de Euménides propias de tragedia griega que apagaban su voz y desconsideraban su buen criterio. Eso implica que no hace falta dar más hostias que lentejas a un detenido para llegar al fondo de la cuestión...
El problema para Alfonso Simón Viñao era que había levantado tantas expectativas en Barrionuevo que cada vez se sentía más presionado: ni aparecían armas, ni terroristas internacionales solo existentes en su imaginación (y en la confidencia de su “confite”), ni por aparecer aparecía una declaración firmada por mí. Su cabreo iba creciendo especialmente cuando me preguntó cómo enmascaraba los teléfonos y se lo enseñé: bastaba con restar un número concreta a cada teléfono para llegar al número auténtico. Se lo enseñé con el único teléfono con el que había operado ese procedimiento. Luego se dedicó a restar ese mismo número en los 200 teléfonos restantes… llegando a la conclusión que ni uno sólo de ellos daba una cifra correcta. Con eso gané otras horas y la satisfacción de verlo más cabreado que un cartero buscando el Barrio Sésamo.
Durante la detención me mostraron un diario: la noticia de nuestra detención salía en primera página. Y era evidente que toda la información había salido del IVº Grupo. Era otro motivo para no decir ni una palabra: cualquier cosa que dijera al día siguiente aparecería publicada en la prensa. Era otro argumento más para reforzarme en mi silencio. Se lo tuve que explicar unos días después a Garzón: “No he declarado nada, en primer lugar porque el IVº Grupo dio informaciones falsas y aventuradas sobre mi detención y en segundo lugar porque no me lo preguntaron correctamente”. Denuncié los malos tratos en mi declaración ante el juez y fui sometido a examen médico en los calabozos de la Audiencia Nacional que certificaron hinchazón en pies, un pequeño derrame en la planta del pie izquierdo y una señal de haber recibido golpes en el cráneo, bajo el cabello.
Durante mi detención, en un momento dado pude hablar con un detenido común que iba a ser puesto en libertad a las pocas horas, así que le pedí que pusiera en conocimiento del President del Parlament de Catalunya que en esos momentos estaba siendo objeto de malos tratos sistematizados. El Parlament había creado una comisión de derechos humanos que seguía este tipo de actuaciones policiales, así que era una posibilidad de encontrar una ayuda exterior. Si lo hizo o no, lo ignoro porque nunca jamás volví a verlo. Al salir de Alcalá-Meco envié un escrito a esa misma Comisión de Derechos Humanos del Parlament de Catalunya para poner en su conocimiento estos hechos, presidida por una diputada del PSUC. La respuesta fue entre ridícula y decepcionante: “nombre un abogado”… Le respondí que no necesitaba abogado, que yo me había limitado a recordarles que a 100 días del inicio del gobierno socialista, “su policía” me había hecho objeto de malos tratos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Para colmo, la Audiencia Nacional se inhibió del caso –como era lógico– y lo remitió a la Audiencia Provincial… perdiéndose en el camino todo el sumario, incluido el certificado médico de la Audiencia Nacional. ¿Casualidad, incapacidad o conspiración? A mí me daba absolutamente sin cuidado: había ganado yo. No me habían sacado ningún dato, Simón Viñao había hecho quedar a Barrionuevo como el inepto que era, aquel que, luego, durante todo el episodio de los GAL se demostró que ni siquiera era capaz de cumplir satisfactoriamente una orden del “Señor X”. No habían encontrado absolutamente nada de lo que buscaban. Blasco, a todo esto, el primer día de mi detención, había cogido todas mis documentos, una barca en la playa de Mataró y lo había arrojado todo mar adentro…
En las últimas horas de mi detención me interrogó el Jefe Superior de policía de Barcelona. Todavía no sé por qué, ni para qué, ni lo que pensaba obtener. Si sus alegres muchachos no habían obtenido nada por las malas, sus trucos psicológicos estuvieron a punto de causarme alguna que otra cartajada: “Muchacho, te han abandonado… ahora estás a punto de dejar atrás un abismo y dudas a la hora de dar el salto, pero yo, desde aquí puedo ayudarte”. Le agradecí tanta deferencia pero le revalidé que, mira por donde, “No tengo nada que decir”.
Nos llevaron a Madrid en diferentes vehículos, como siempre exagerando las medidas de seguridad. En el primero tres policías me acompañaban en un turismo, manteniéndome esposado. En el segundo iba Rafael Tormo, detenido en Valencia por la busca y captura de 1980. El tercero era un furgón en el que estaban literalmente tirados, Mario y los chavales del Frente de la Juventud, alguno de los cuales no me perdonó jamás el que me llevaran a Madrid en turismo, sin resignarse a su papel de actor secundario, sino de atrezzo para la operación policial. Creo recordar incluso que hubo un segundo furgón con números de la policía nacional no fuera a ser que alguien interceptara el convoy y nos liberara…
De Francia llegaron los mismos inspectores que me habían interrogado por la muerte de Jacques Mesrine, atraídos por el hecho de que pudiera descubrirse alguna vinculación mía con el Líbano. Al parecer la policía española les había informado de que existían datos sobre mi presencia en aquel país en el valle de la Bekaa durante el cerco de la ciudad cristiana de Zahale en noviembre-diciembre de 1980. Ya me conocían de Francia así que sabían perfectamente cuál iba a ser mi respuesta, la misma que les había dado entonces en francés macarrónico: “Moi, je n’ai pas autorisation pour parler sur ça”. Era lo esperado, así que aprovechamos para comentar cuatro cosas de cómo seguía París, se quedaron un día más haciendo como que revisaban todo el expediente e intercambiaban datos sobre mí en su poder y de nuevo para la Ciudad de la Luz.
El viaje a Madrid fue tortuoso. A eso de las 3:00 de la madrugada llegamos al cuartel de la Policía Nacional en Zaragoza, creo recordar que comimos algo. Tormo aprovechó para telefonear a su compañera y no dudó en irse a una cabina de teléfono próxima y volver con espanto de los policías que aparentemente tenían que custodiarlo. Luego prosiguió la marcha hasta un bar de carretera en donde desayunamos. Aproveché para tomarme dos cervezas pagadas por el Estado, un verdadero placer después de ocho días en los que yo mismo terminé harto de la muletilla de “No tengo nada que decir” y los otros más aburridos aún.
En el calabozo de la Audiencia Nacional éramos los únicos usuarios, así que pudimos deleitarnos con las miserias del lugar. Había polvo pegajoso en las paredes y podían leerse algunas inscripciones realizadas por los militantes del Frente de la Juventud, detenidos en enero de 1981. Eran visibles incluso sus nombres. Una de ellas era particularmente evocadora: “Aguanta camarada”, la firma de “Lupe”, otra camarada del Frente. Como ya he dicho, fui interrogado por un juez joven con pinta de entre guay y julay que luego resultó ser Baltasar Garzón. No tuve el más mínimo inconveninte en responder a todas sus preguntas, ni él el más mínimo problema en enviarme a Alcalá-Meco: “A la vista de su declaración, éste juzgado no tiene ningún cargo contra usted por lo que debería ponerlo en libertad, sin embargo, existe una requisitoria de un juzgado de Barcelona, así que le trasladamos todo el expediente para juzgue lo que estime oportuno”. Y a Meco.
En el furgón, los Guardias Civiles estaban extremadamente joviales:
- Así que mataís etarras…
- Que no hombre, que no, que eso es lo que decía la policía de Barcelona, que no vamos de ese palo.
- Ya, ya, claro… bueno en Meco hay 300 etarras presos, a ver si matáis a algunos.
- Muy bonito, hombre, pues dame tu metralleta…
- Nooo, con mi metralleta no…
- Pues los matas tú, tío listo.
En aquel momento no sé si lo peor era la compañía o saber que iba a estar una temporada en Meco. El aspecto de Meco era casi de complejo aséptico más próximo de la imagen que uno tiene de un hospital que de una cárcel tradicional. Al llegar, nos encerraron en una especie de jaula, aislados de todos donde permanecimos seis horas. Se nos ocurrió que teníamos que ir de duros o los presos comunes se nos comerían. Hay que reconocer que en aquel momento carecía por completo de experiencia carcelaria en España y los tres o cuatro días que pasé en La Modelo en 1974 no eran una muestra significativa. Se nos ocurrió que teníamos que entrevistarnos con el “jefe” de todo aquello. Habíamos visto demasiadas películas así que llamamos a un funcionario y le dijimos que nos queríamos entrevistar con “el alcaide”… El carcelero nos miró con aire entre perplejo e irónico: “¿Con que “el alcaide”, eh? Así que vais de chulos…”. Aquello no empezaba bien y solamente un par de días después no nos enteramos que en la galaxia penitenciaria española la figura del “alcaide” es inexistente, apenas un nombre traído por las películas americanas sobre Alcatráz, San Quintín o la Isla del Diablo; la identidad penitenciaria española hace del “big boss” de la cárcel simplemente la figura aséptica y sin el encanto propio del género negro del “director”.
Por la mañana del día siguiente nos trasladaron al módulo de recién llegados. Allí había algunos presos de confianza y otros que estaban aislados del resto por los más variopintos motivos. Después de comer nos sentamos en una mesa. Acto seguido se nos sentó al lado un tipo de aspecto inquietante, sembrado de tatuajes. El tipo empezó a sacar papel para escribir y, dado que era más sutil que una piedra pómez, nos colocó casi en las narices y para que pudiéramos verlo, una de aquellos tarjetones que Tejero utilizaba en su encierro para agradecer alguna carta de apoyo. Así que el fulano nos estaba enviando un "mensaje" a ver si lo recogíamos. Resultó ser un antiguo guardia civil expulsado del cuerpo y que se movía por los ambientes más mangantones del choriceo barcelonés, lo que no era obstáculo para que tuviera siempre en mente que había sido “hijo del cuerpo” y que allí donde había un guardia civil allí estaban los suyos. En realidad, el muchacho estaba como las maracas de machín y, en sí mismo, era la muestra de los destrozos que pueden suceder por consumo de estupefacientes a destajo.
Otro tipo curioso que se me pegó como una lapa era un vasco gigantesco que había viajado por todo el mundo en su calidad de ladrón cosmopolita. Había robado en Francia, Suiza, Alemania, Argentina y Brasil y conocido los sistemas penitenciarios locales de los que glosaba el francés con singular entusiasmo conviniendo conmigo que lo mejor eran los petit suiss y los pomelos que daban de postre dos veces a la semana. De todas formas lo suyo era el penal del Dueso. Decía que a él lo que le gustaba era “pisar la tierra” y que en esto el Dueso era un paraíso. Y allí estaba yo, sin que estas conversaciones me importaran un higo, intentando ir de tipo duro. A Tormo lo pusieron en libertad al segundo día y me hice la idea de que aquello, a la vista de la limpieza de las celdas unipersonales recién construidas (con calefacción, espejos y pica para afeitarse, armario y cama con la dureza aconsejable) debía tomármelo como unas vacaciones.
Además tenía todavía el brazo derecho lesionado. A principios de enero me había roto el codo y cuando me detuvo la policía, a pesar de que ya me había quitado la escayola, la herida ni siquiera estaba cerrada. Argumenté este problema para pedir supositorios contra el dolor que jamás me introduje y que mantuve siempre en los bolsillos durante mi estancia en jefatura. Si la cosa se ponía mal y los interrogatorios se ponían muy duros, siempre quedaba la opción de comérmelos todos de golpe y de ahí a un lavado de estómago y a un día de observación, como alternativas para ganar tiempo. Afortunadamente no tuve que llegar a algo tan sumamente repugnante como era comerme un supositorio. En Meco, jugando al baloncesto, aproveché para recuperar la movilidad del brazo que solamente perdió potencia a causa de la extracción de la mitad de la cabeza del radio que se me había quedado en la peripecia.
Recibí unas cuantas visitas: Pepe Las Heras que asumió mi defensa y se preocupó de todos los trámites logrando estar fuera de la cárcel dos meses y medio después. El juez Felice Casson, de Venecia que estaba investigando algunas tramas negras y con el que tuve una agradable conversación en italiano, ayudándole en todo lo que me preguntó en la medida de mis conocimientos a la hora de liberar a mis camaradas de las injustas acusaciones que se habían realizado contra ellos y poniendo especial énfasis en explicarle lo que había ocurrido en Bolivia y en qué circunstancias el NOCS había asesinado al súbdito italiano Pier Luigi Pagliai. Como ya he dicho, me vino a ver también Carlos Yarmoz. Recibí también cartas de muchos camaradas que, finalmente, habían conseguido localizarme después de los años de clandestinidad, aunque fuera en las celdas de Alcalá Meco. La vida en la cárcel era una curiosa mezcla de aburrimiento y sorprensa constante…
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.